Noche de paz

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Ya no podría culpar a nadie. El Moncho había caído a un costado del camión, baleado por ese guardia cagón que saltó de la cabina disparando al aire y en el aire estaba el Moncho, cuándo no, pensando quién sabe en qué. Rulo se agachó junto al Moncho para recogerlo en su seno como la Virgen al Niño Jesús. Pedazo de imbécil, el guardia le partió la cabeza de un balazo que rebotó en la vereda y acabó astillando la vidriera de una juguetería.

No era tanta plata, no tanta como para que sus dos amigos murieran ni para que el guardia cagón creyera que podría aparecer como héroe en las noticias de la tarde. Noel le borró el gesto jactancioso, le hundió el rostro con el bastón que el propio guardia llevaba colgando y a bastonazos le convirtió el cerebro en papilla para bebés.

Quedó solo, Noel. Parado en medio de la vereda ensangrentada, el camión recaudador con el motor en marcha, los juguetes del negocio habían saltado del escaparate huyendo del tiroteo. Muñecos de Disney: Mickey, Donald, la pata Margarita y el pelotudo de Dippy siempre contento, un oso de felpa, un caballito de madera, vagones de un tren eléctrico, soldaditos articulados a batería que activados por el revuelo combatían entre ellos a puro rayo laser.

El dueño de la juguetería salió espantado del negocio y miró a Noel como a una aparición. Le preguntó si estaba bien aunque Noel se dio cuenta de que el tipo quería ganar tiempo hasta que llegara la policía. Noel lo encañonó y el tipo cayó de rodillas implorando por su vida y la de los hijos de sus tres mujeres a los que ahí mismo prometió pasarles alimentos si Noel no lo liquidaba.

-Dame los juguetes- le ordenó Noel. -Sí, los juguetes. Ponelos en esta bolsa y dámelos ya mismo.

El sudor empañándole los ojos, el miedo cegándolo como una mano de fuego le impidieron al juguetero ver los fajos de billetes en la bolsa donde guardó muñecos, vagones y soldaditos en pleno combate. Incorruptible en su piedad cristiana, Noel separó unos billetes y se los dio al juguetero.

-No soy ladrón- le dijo: -cobrate y con el vuelto comprale comida a los pibes pobres del barrio, que hay demasiados. Ah, y regalales juguetes, cabrón. Que no me entere de que te hiciste el boludo porque vuelvo y te enfrío a balazos.

Mejor así, piensa Noel, ya al volante del camión recaudador. El Moncho y Rulo ya no sabían qué hacer con sus vidas de putos viejos. Iban a casarse, aprovechando la nueva ley: una distopia, ese casorio. Los dos corsarios sólo se soportaban uno al otro en la cama. La convivencia acabaría con el par de putos amasijándose al primer altercado conyugal. El guardia cagón les abrió la puerta al otro mundo y puede que allí encontraran alivio a tanta desdicha.

Lo del asalto en Navidad había sido idea del Moncho, sin embargo.

Con papá Noel al volante no nos para nadie, dijo.

Estaba harto de que lo llamaran papá Noel, Noel. No tenía barba, no era gordo como ese infeliz que montaba a su trineo allá en el culo congelado del mundo y lo recorría todo, metiéndose por las chimeneas y cogiéndose a miles de madres en una sola noche, cómo haría, se pregunta Noel, a lo mejor como él ahora, asaltando un camión rebosante de billetes y con juguetes en la misma bolsa para repartir cuando llegue a la villa.

Recordó Noel una frase de su infancia, pintada sobre carteles de madera en las plazas del barrio, “Los únicos privilegiados son los niños”. Gobernaba Perón, tan lejos en su infancia. Y Evita repartía juguetes. Como él, ahora. Como Noel.

El recuerdo lo llenó de gozo, le devolvió la sonrisa de gordo bueno que había perdido cuando adelgazó en la cárcel, purgando siete años en Devoto por masacrar a un panadero para expropiarle una camioneta cargada con pandulces que repartió en la villa. Tentaciones de navidad, se dijo, mirándose en el espejo retrovisor del camión.

Por el mismo espejo vio al patrullero. Tardó en aceptar que lo seguían. Claro, el dueño de la juguetería. Debió liquidarlo. Por instinto tanteó bajo el asiento. Un fusil automático, checoslovaco, pesaba menos que el osito de peluche en la bolsa. Fue reduciendo la velocidad, para qué acelerar, el patrullero le daría alcance y habría más patrulleros para cerrarle el paso y acabaría como en las películas de la tele, acribillado entre billetes de cien dólares y juguetes que podrían comprarse con uno solo de esos billetes.

Nada de eso sucede. Al volante del patrullero, un cana gordo que podría calzarse el traje de Papá Noel se le pone a la par y le pide que estacione. Noel obedece, manso, empuñando el fusil sin ostentación. Baja con él como quien se apoya en un bastón.

El cana sabe que es hombre muerto pero no parece preocuparle. Alza los brazos y sacudiendo la mano le indica que no es con Noel, la cosa. Desciende del patrullero con actitud de perrito faldero que se rinde ante el mastín.

-Todo bien- le dice y hasta sonríe: -Dame los juguetes.

A Noel le causa gracia el pedido.

-Puedo darte la mitad de la guita. Pero los juguetes, ni muerto.

Y apunta a la cabeza del cana, que palidece.

-¡Pará! No te ofusques que te conozco, margarita.

En la mira del fusil, el cana se posa como una mosca en los ojos de Noel, que también lo reconoce. Más viejo, pelado y gordo, pero ese rictus inolvidable en una boca sin labios, recuerdo de cuando le explotó una granadina montonera durante sus años mozos de subteniente.

-Martínez- gruñe.

Le firmaba las excursiones nocturnas de Devoto, Martínez, para que saliera a apretar buchones y quedarse con la recaudación de los almaceneros, como llamaba el propio Martínez a los dealers que a punta de pistola colaboraban con la seccional 40.

-¿Para qué querés los juguetes, Martínez? Son mierda de Taiwán, ese juguetero botón los vende como japoneses pero son chinos. Los compra por monedas en el puerto. Tendría que haberlo amasijado.

-Lo maté yo- dice Martínez: -Quería llamar a la policía.

Ríen juntos, Noel deja el fusil en el suelo y abraza a Martínez, quien le explica que como ahora está gordo, viejo y pelado, los narcos de villa Diamante le encargaron que reparta los juguetes en Nochebuena.

-Son colombianos, no conocen el territorio, los pibes les tienen miedo. Yo nací en la villa, Noel, los chicos me quieren hasta cuando vuelvo vestido de policía.

Vuelven a abrazarse, regresan al camión y después de quedarse con los billetes, Noel le da la bolsa llena de juguetes.

-Ahora borrate- le aconseja Martínez. -Deshacete del camión y andate de Buenos Aires a Misiones o Formosa en un ómnibus de La Veloz del Norte. Tienen inmunidad, no los paran ni los gendarmes.

Se despiden, casi emocionados. Son de lágrima fácil, como todos los viejos.

Pero Noel no se embarca en La Veloz del Norte y esa noche, apostado entre dos contenedores de basura, dispara con el fusil checoslovaco. Blanco perfecto, el papi Noel que cruzaba la calle de tierra hacia la villa se desploma sin un quejido y con su bolsa llena de juguetes. Silencioso como el disparo, Noel corre agachado hasta el cuerpo yacente de Martínez y recupera la bolsa.

Buen dato, el del Moncho al planear el asalto. El camión levantaba la merca que entraba al país cada semana y que el juguetero recuperaba en el puerto bajo el rubro juguetes importados. Pagaba su tasa y a casa. Dos o tres kilos de cocaína cada semana -los personajes de Disney no daban para mucho más. Y también cada semana pasaba el camión a llevárselos, previa cometa al juguetero por sus servicios.

Así funcionan -apuntó Rulo, que había hecho la inteligencia.

Todo habría salido bien si no hubieran puesto de chofer del camión a un improvisado que la emprendió a balazos. Hasta en los mecanismos perfectos salta un tornillo o se quema un fusible, y a alguien se le olvidó avisarle al guardia cagón de qué iba el asunto.

Lástima, el Moncho y Rulo. El capitalismo es ganancia sin laburar aunque también es toma de riesgos y a veces te vas al carajo en mortaja de oro.

Pero Martínez.

Hay que ser hijo de puta para envenenar negritos de esa manera, disfrazado de lo que nunca fue ni será ya nunca. Donald, Mickey, la pata Margarita y hasta el pelotudo de Dippy cargados de merca, tres kilos esta noche, que los narcos de Villa Diamante destriparían sin remordimientos.

Contando dólares, Noel duerme tranquilo. Se sueña tripulando el trineo y repartiendo juguetes, felicidad y cocaína por el mundo.

Mirá que llamarte Noel, le dijeron siempre sus amigos, los compañeros en Devoto, las mujeres que lo llamaban papito.

Vuelan los renos por los corruptos cielos argentinos, Noel es por fin quien quiso ser y no habrá quien lo despierte.

Sobre todo después de que el sicario que lo siguió desde Villa Diamante le perfora el catre a balazos.

Noche de paz, cantan los villancicos.

Guillermo Orsi
Guillermo Orsi
Nació en Buenos Aires, Argentina, el 8 de noviembre de 1946. Su carrera literaria se ha centrado en la novela negra. Orsi ha ganado premios tan importantes como el Emecé de 1978 por El vagón de los locos, el Umbriel de la Semana Negra por Sueños de perro (2004) o el Ciudad de Carmona por Nadie ama a un policía (2007). BIBLIOGRAFÍA El vagón de los locos 2000 Sueños de perro 2004 Buscadores de oro 2007 Ciudad Santa: En Buenos Aires no hay vida para todos 2009 Fantasmas del desierto 2014 PREMIOS Premio Emecé 1978 Premio Umbriel de la Semana Negra 2004 Premio Ciudad de Carmona 2007 Premio Hammet 2010 Premio Novelas para cine 2014.

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