La furia se desató en lo de las primas el día que Silvia cometió un error con su minifalda.
Marie abrió el placard, la vio colgada, planchadita, preciosa, extendió su mano y la sacó. Se la calzó y le quedaba perfecta, no como a su dueña. A Silvia le asomaban por debajo de la tela de jean sus piernas largas y flacas. A ella, en cambio, le quedaba ajustada, muy ajustada.
Esa noche, Silvia también saldría a bailar con la hermana de Ariel y dos o tres amigas más; la mini y el jopo en el pelo la transformarían en la chica que siempre había querido ser. Pero ya había dicho “sí” cuando Marie se la pidió prestada.
Media hora antes de salir, entró a la pieza y la vio. Había dicho “sí”, y ahora veía a Marie con sus formas seductoras redondeando la tela de su preciada mini nueva. Ahí estaba su hermana, alta y hermosa, con la mini de su propiedad, resaltando toda esa “mujer” que ya era.
Tardó dos milésimas de segundo en reaccionar. “Cambié de idea. Devolveme la pollera, me la vas a estirar”. Marie encendió su mirada. Se quedó unos instantes pasmada. “Que me la voy a poner yo, sacátela”, insistió Silvia.
Nadie olvida la furia de Marie de ese día, sus gritos, la exaltación en sus ojos, la sensación de odio en el cuerpo, el deseo de rasguñar la cara y exterminar la existencia de su hermana. Los gritos que devolvió Silvia, los gritos de su madre retándolas desde su habitación, el único grito del padre que las calló de una vez.
Nadie olvida en la familia que la rabia puede sentirse hasta en las uñas, y que el odio aparece y desaparece entre los objetos de los hermanos, cuando no hay otro motivo.
Carolina Bugnone