Huérfanos

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Están los dos frente a la puerta del décimo de.  Tardan en abrir. Dale vos, dice Vero. La mía se traba.  Camilo revuelve en sus bolsillos: No la encuentro. Y cuando la encuentra, su llave también se traba. Tiene que probar y probar varias veces. Será que no quiero volver al pasado, dice Camilo. Por fin lo logra. Vero se adelanta, entra en la penumbra, tiene la impresión de entrar en un panteón. Abramos todo, propone, las ventanas, el balcón, todo. Le cuesta reconocer el lugar. Y cuando Camilo levanta la persiana del balcón, la mañana entra radiante, casi hiriente. La luz vuelve más abandonado y polvoriento el desorden del  ambiente: la biblioteca repleta, las pilas de revistas, libros, discos, los cuadros amontonados contra las paredes, los dibujos desparramados, los bocetos, los materiales. Todo polvoriento. Además las botellas tiradas. El ambiente es enorme, huele a los materiales, pero también a encierro. Y porro.  Debimos venir antes, dice Vero. No pude, dice Camilo. Tampoco viniste al entierro, dice Vero. Yo lo enterré hace siglos, dice.  Camilo se queda mirando el colchón en el piso. Setenta años y durmiendo en el piso como un adolescente, dice Camilo. Era su modo de vivir, lo defiende Vero. Camilo prende un cigarrillo. Vero camina hacia el balcón. Unas palomas se echan a volar. Se detiene, mira el cielo y después baja la cabeza. Vence el vértigo. Camilo la sigue, le pone una mano en el hombro: Vos también te vas a tirar, le pregunta. Vero se da vuelta: Lo odiabas. Me era indiferente, dice Camilo.  Como yo a él. A su manera te quiso, le dice Vero.  Y vos lo evitabas. Camilo le contesta: Para él yo era más que un abogado, su fiscal. Basta, le dice Vero. Hagamos lo que tenemos que hacer, a ver quién se queda con qué. Camilo mira alrededor: No me pienso llevar nada. Y menos esas pinturas. Nunca vi tal cantidad de pijas. Y él con las minas. Viejo verde.  Nos podía haber ahorrado este espectáculo. Es arte, le dice Vero, te guste o no. Camilo se aparta, retrocede. Quedate vos con todo lo que quieras ya que eras su preferida. Hasta cuándo vas a seguir resentido, le replica Vero. Decime, le pregunta Camilo, vos pondrías alguna de esta obras en el living de tu casa. Vero le responde dándole la espalda: No tengo casa. Alquilo. Cierto, dice Camilo. Vos sos la artesana, la progre, la hippie. Por eso te quería. Camilo entra a la  cocina, abre un placard, brotan cucarachas, se expanden.

 

Tulio se encerró a crear hasta que no dio más, explica Vero. Apenas lo supo nos citó a los dos, Camilo. No le respondiste el mensaje que te dejó. Me lo dijo en su estilo, abriendo una botella de champagne. Me acuerdo, cuenta Vero. Si bien su padre sonreía, la sonrisa era una mueca. No vino tu hermano, me dijo. Ya va a venir, Tulio. A Tulio no le gustaba que le dijeran papá y menos viejo. Había que llamarlo por el nombre. No, no va a venir, aceptó Tulio, sabiendo.  Una lástima, porque no quiero que seas vos quien le informe. Ni una palabra a Camilo entonces. Voy a pintar hasta el final. Cáncer,  dijo después sin borrar la sonrisa. Brindemos, por favor. Vero no pudo rehusar el brindis. Cuánto tiempo te queda, le preguntó. Eso no importa. Los dolores no son graves todavía. El único favor que te pido es ni una palabra a nadie. Ni a tu madre. Y menos a la de Camilo.

 

A Vero  no le pareció justo que fuera ella la que debiera cargar con la noticia, que en unos días se le concentró en un latido de angustia. Pero se calló. Después de todo siempre fuiste su aliada, dice Camilo. Vos no lo llamabas nunca, le dice Vero. La última vez que lo llamé le dije que con Mariana nos mudábamos a un campo. Sabías que nunca vino a visitarnos, pregunta. Ni siquiera cuando fui padre. Le jodía ser abuelo. Vero lo corta: Basta, Camilo, tratá de comprender.

 

Vero se pregunta si no debería haber traicionado a Tulio y avisarle a Camilo apenas lo supo en vez de callar. Pero se había aguantado. A cierta edad los padres se vuelven como hijos, piensa. Y ella se comportó como si su padre lo fuera, acompañándolo, siguiendo de cerca su obra, visitándolo cada vez más seguido, viendo como enflaquecía y palidecía semana a semana. Hasta la madrugada en que la llamaron de la portería. Recién entonces le informó a su hermano.

 

Nos va a llevar un tiempo vaciar este departamento. Un asco, dice Camilo. Una inmundicia.  No sé para que vine. Vero abre una caja de zapatos: Mirá, fotos. Acá estamos los dos, Cami. En la casita de Colonia. Te abraza. Te acordás, pregunta. También me acuerdo que se cojía a mis amigas, dice Camilo. No sé para qué vine, dice. Tira su llave: No quiero saber nada. Estás llorando, observa Vero.  Esta no es mi historia, dice Vero. Camilo sale. Se va dejando la puerta abierta. Vero escucha la puerta del ascensor, lo escucha bajar. No le gusta quedarse sola. Espera un rato, mira a su alrededor. No sae por dónde empezar. Finalmente se decide. Imita a su hermano. Se va.  Cierra la puerta. Le cuesta ponerle llave, se traba la llave. Forcejea. Tampoco puede abrir. Se empecina en girar la llave. Hasta que la llave se rompe. De pronto tiene la sensación de haber quedado encerrada afuera.

 

Guillermo Saccomanno

Guillermo Saccomanno
Guillermo Saccomanno
(Buenos Aires, 1948) publicó, entre otros libros, Situación de peligro, Bajo bandera, Animales domésticos, El buen dolor, El pibe, y la trilogía sobre la violencia compuesta por La lengua del malón, El amor argentino y 77. Ha ganado el Premio Crisis de Narrativa Latinoamericana, el Premio Club de los XIII, el Primer Premio Municipal de Cuento, el Premio Nacional de Novela y el Premio Dashiell Hammett. Con su novela El oficinista (2010) obtuvo el Premio Biblioteca Breve Seix Barral. Su crónica Un maestro (2011) recibió el Premio Rodolfo Walsh. Su último libro, Cámara Gesell (2012), recibió el Premio Dashiell Hammett. Sus relatos fueron traducidos a diversos idiomas y adaptados al cine y la televisión. En la actualidad es colaborador de Página/12 y coordina un taller de narrativa.

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