Fado

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A quién se le ocurre venir a Lisboa en julio, mi amor. Ya sé que se me ocurrió a mí, pero vos podías haber dicho que no, que hacía demasiado calor. O quizá lo dijiste y no te presté atención. Bueno, podías haber insistido. Podías haber buscado pruebas. Pero no, dejaste que me cegara mi fascinación por el fado y por Pessoa y acá estamos. 

—¿Pessoa? —preguntaste apenas hablé del viaje; antes de que contestara volviste a preguntar—. ¿Qué sentido tiene visitar una ciudad por un poeta que murió hace décadas? 

Tenés razón, pero así funcionan las cosas que no se pueden explicar con palabras simples y que por ese motivo no son solo cosas. No me hagas caso, es algo que leí por ahí. 

—Qué lindo, vamos a conocer Lisboa.  

Dijiste cuando al fin compré los pasajes. Sin avisarte, como para no darte tiempo a que cambies de opinión aunque a esa altura ya te habías informado sobre playas y recorridos turísticos y la que estaba entusiasmada eras vos. 

No sé por qué me acuerdo de esto ahora, palabra por palabra, mientras subimos la cuesta que nos llevará al museo del poeta, por estas callecitas diseñadas por un delirante, donde siempre hay que escalar como si el premio fuera el cielo. Y además el calor. El recuerdo inolvidable de estas vacaciones será el calor. Y el fado, claro. 

A vos el calor no te afecta tanto. A mí no me deja respirar. Y para colmo no hay un puto árbol. Solo cemento. Antiguo, medieval, renacentista, qué sé yo. Las callecitas de Lisboa que tanto fascinan en fotos se vuelven un calvario si tenés que escalarlas en pleno verano. Y todo para ir a un museo. ¿Los árboles? Ni idea. Solo cemento y más cemento. 

No sé bien por qué, pero comienzo a contarte la historia de amor de Pessoa. La única de su vida. Parece que se encontraba cada tarde con una mujer, una empleada doméstica de una casa del barrio, hasta que llegó el fin. 

—¿Y qué pasó? —me preguntás en una pausa, ambos apoyados en una reja. 

—No sé. 

—¿Eso es todo? 

—Supongo. 

Abrir la boca para hablar es tragarse una bola de fuego que quema garganta y pulmones. 

—Lisboa es preciosa —decís por fin. 

—Cierto, lástima el bidet. 

Te reís. Qué linda que sos cuando te reís. Te reís con la boca cerrada pero te reís. 

—El calor no es lo peor —digo. 

—Ya estás hablando en verso. Debe ser la cercanía de la casa de Pessoa. 

Volvemos a marchar. Un par de calles más y podremos descansar. No será llegar al cielo pero sí a una suerte de meseta que se adivina en la cima.

—Cómo le vas a decir eso. Qué bruto… —ahora sí te reís con la boca abierta. 

El dueño del departamento que alquilamos nos había recibido en la puerta del edificio para entregarnos la llave. Un edificio muy antiguo, algo desfalleciente, lo que aquí significa alcurnia. Lo primero que hizo el tipo, un lisboeta pulcro como modelo de publicidad de perfumes, fue señalarnos la placa sobre la puerta de entrada. 

—En este edificio murió el gran poeta lusitano Manuel María Barbosa du Bocage —dijo el nombre completo para impresionarnos más. 

—Sí, muy lindo —dije yo—, pero seguro que no hay bidet. 

Vos no te reíste esa vez. El lisboeta menos, aunque dudo que haya entendido el chiste. Bidet no es una palabra que se use en este rincón del mundo y no tiene traducción. Luego entramos y verificamos que el departamento estaba bien y que efectivamente no hay bidet.

—Podemos buscar una librería y comprar un libro de ese Barbosa —dijiste luego de instalarnos y de pegarnos una ducha. 

—Mejor vamos a tomar una cerveza a un bar con aire acondicionado. 

Aire acondicionado hay en todos los bares, por suerte. De alguna manera hay que combatir el calor que amenaza derretirte. Y no se puede estar bebiendo cerveza todo el tiempo. O sí, si estás de vacaciones. 

—Apenas lleguemos a la meseta nos tomamos una cerveza —te digo. 

—¿Qué meseta? ¿De qué hablás?  

La última calle es casi perpendicular. Me limito a levantar el dedo y señalar la esquina y el fin del calvario. 

—Ah… —decís.

Lo mejor del viaje había sido encontrar un bar en Alfama donde escuchar fado sin tener que pagar precios para turistas japoneses. 

—¿Y esta noche qué hacemos? No iremos a escuchar otra vez fado, ¿no? 

Odio cuando me leés el pensamiento. Elijo no contestar. El calor siempre es buena excusa. Faltan dos pasos para llegar a la meseta. Entonces me acuerdo. Me acuerdo porque la perspectiva que da caminar hacia una meseta permite ver, poco a poco, lo que te espera arriba. Es una iglesia. Vemos la punta de una iglesia primero, luego el resto se va develando de a tramos. 

—¡Se encontraban frente a una iglesia! 

—¿Qué? 

—En un parque, frente a una iglesia. 

Ahí están la iglesia y el parque. La iglesia, seguro que desde el principio de la historia. El parque no sé y no importa. Son los primeros árboles que vemos desde que pisamos Lisboa. Nos zambullimos en la oscuridad del parque sin agregar nada. Nos recibe un cachetazo de frescura. Nos llenamos los pulmones de aire húmedo y nos desparramamos en el primer banco que encontramos. El lugar es agreste, muy diferente a un parque inglés o francés. En los cruces de los senderos hay fuentes con agua. 

—¿Creés que se citaban en este banco? —digo. 

—Dejate de embromar con eso. Seguro que era en otro parque. 

—Pero si era en un parque frente a una iglesia. 

—¿Y? 

Te señalo la iglesia a través de los árboles. No sé cómo, pero lográs acordarte de otras tres iglesias frente a parques. Ventajas de haber viajado mucho. 

—Pero esos parques y esas iglesias no están en Lisboa —digo como si estuvieras haciendo trampa. 

—Eso sí sonó a letra de fado. 

Al bar de Alfama fuimos cinco noches seguidas. La última noche me dijiste que el fado era demasiado triste y te fuiste temprano. Yo me quedé hasta el final del show y luego subí al mirador. Las calles estaban desiertas. Ni se me ocurrió que podía ser peligroso. Una vez arriba me quedé un rato mirando los techos de la ciudad. Era todo lo que había para mirar. Llegué al departamento a la medianoche. Estabas dormida. 

—Estoy evaluando comprarme una guitarra portuguesa —digo, envalentonado por la calma del parque. 

No estoy seguro de que se llame así el instrumento que acompaña a la guitarra española cuando se cantan fados. Para mí es una mandolina o una bandurria, pero un camarero me dijo que el nombre correcto es guitarra portuguesa. Igual quiero tener una. Por un rato no hablás. Ya sé que no es necesario gastar tanto dinero en algo que, además, luego habrá que acarrear por las otras ciudades adonde continuaremos las vacaciones. Además de ser un instrumento que luego nunca utilizaría. Ya había pasado otras veces. 

—Pero no con una guitarra portuguesa —digo antes de que me hagas el reclamo pertinente. 

—Me vuelvo al departamento —decís después de unos minutos de silencio—. No me interesa la casa de Pessoa. Voy a descansar un rato y después voy a caminar a la costa. 

—¡Si no nos vemos en el departamento, te espero a las veinte en el bar de Alfama! —le grito, por las dudas. 

Me mira como diciendo “ni sueñes” y retoma el camino de regreso sin asomarse a ver el interior de la iglesia. Esa sí es mala señal. Espero que se le pase al llegar a Mallorca. Por muy enojada que esté, sé que se debate entre irse a descansar o regresar para sentarse a mi lado y abrazarme sin demandar certezas. El parque es precioso, está fresco. Qué más se puede pedir en esta Lisboa incendiada. 

Yo decido quedarme hasta que anochezca. Ya no tengo deseos de conocer el museo de Pessoa. Otra cosa para turistas, seguro. Pero este parque no. Pobre poeta. Haber sido amado solo por una mujer debe ser poca cosa para compensar una vida de dolores. Ni se sabe el nombre de ella. Quizá algún estudioso lo sepa. Yo no. Tampoco se saben los detalles del final. Un día ella no llegó a la cita. Él sentado en un banco y ella que nunca llega. O ella que se enoja por una tontería y se va para siempre. 

Cambio de banco así hay más posibilidades de ocupar el mismo que el poeta y su enamorada anónima. No me alejo mucho para que me veas enseguida al regresar. Si no me encontrás rápido me vas a acusar de que no te esperé ni diez minutos. 

Un rato después me paso a un banco algo disimulado entre las plantas. Ahora para encontrarme vas a tener que buscarme con ganas, ¿entendiste? 

Oscurece. Hago cálculos. Desde acá me queda más cerca ir hasta Alfama que al departamento sin bidet. 

Un hombre llega desde la otra punta del parque y se sienta a mi lado. Lleva traje y chaleco. Y bastón, aunque quizá sea un palo que recogió en su caminata. Me mira un par de veces. Y yo a él. No tenemos nada que decirnos. Ninguno de los dos desea sacar conclusiones a las apuradas. No puedo dejarme llevar por la sensación de que es un fantasma sin aceptar el riesgo de que él crea que el fantasma soy yo. 

Nos levantamos al mismo tiempo. Vos no habías vuelto a buscarme, pero seguro que a las veinte nos reuniremos en el bar a escuchar fado y a beber cerveza tomados de la mano. Lo que esperaba el hombre del traje es un misterio. Lo único que sé es que tampoco llegó. No quiero sacar conclusiones, lo dije y lo repito. Las conclusiones suelen tomarse por certezas, y no es el momento. Nos vamos cada uno por su lado sin saludarnos. En Lisboa sigue haciendo calor.

Javier Chiabrando
Javier Chiabrando
músico y escritor, autor de las novelas “Caza mayor” (Eduvim, Argentina e Ilíada, Alemania), “Todavía no cumplí cincuenta y ya estoy muerto” (Océano, México y Barataria, España). Sus últimas novelas son “Los hijos de Saturno” (Negro Absoluto), y “La novela verdadera” (Vestales y Barataria, España), “Siempre es ahora”, (Baltasara), “El olvido imperfecto”, (Negro Absoluto); y las novelas juveniles “Dos miserables besos”, “El capitán Gamboa y la cruz de Cuzco” y “El Ñato”. Sus novelas integran el catálogo de audiolibros de Storytel. Es autor de “Querer escribir, poder escribir”, libro que analiza el proceso creativo y que lleva varias ediciones en diferentes países. Es contratapista de Rosario/12 y ha colaborado con Radar, Perfil, Telam, y La Stampa de Italia. En 2017 Blueart Records editó su disco "Etcétera" de composiciones propias y está terminando un disco de canciones. Es director del Festival Azabache.

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