Enciclopeica Birmánica de Lobos Estropeados

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El niño recién acostado pidió a su abuelo que le contara una historia. El abuelo se colocó unas imaginarias gafas y haciendo el gesto de leer un inexistente libro comenzó:

Héroa salió de su sueño de las héroas un martes a las seis casi en punto de la mañana. Fue un despertar confuso, hubiese jurado que se sentía en casa. Alrededor sólo había destrozos. “Claro”, habrá pensado, “mientras dormimos todos estamos en casa. Despertar es darse cuenta de que partimos hace tiempo”.

El niño se tapó hasta el cuello y dejó sus manos agarradas del barandal del acolchado, temeroso de caer al abismo de la noche.

Al erguir el cuerpo, alcanzada la vertical de sus vertebras, Héroa sentía cómo, uno a uno, escombros, azulejos y maderos se desprendían de la piel apenas magullada de su espalda.

Había pasado una madrugada eterna, lejos, y ahora se enfrentaba a los demonios del resaco por vez última porque, como dicen las lenguas, “las amazonas sólo olvidan en una ocasión los acontecimientos de una la noche. Luego, después del amnésico episodio, el futuro es pura memoria plena.”

El abuelo se quedó en silencio. El niño lo volvió a mirar, instándolo a que continuara.

Al poco de caminar, esa mañana, se detuvo, y con un giro particular llevó el negro de sus ojos hasta uno de sus pies, que se elevaba con la planta hacia arriba y la gamba en torsión. Mientras, el otro la sostenía en un equilibro estable. Después de mirar con ojo certero, bajó los parpados y se acercó al talón con labios de beso. Babeó y succionó por un breve lapso hasta que la mandíbula se cerró y los labios se tensaron desde sus comisuras. Sólo entonces pudo verse entre los dientes, mordida, la punta de una astilla que todavía se resistía a salir. Con la presa capturada, sólo restó dejar bajar el pie y que la intrusa saliera junto a un borbotón sanguinolento. Sólo entonces retomó su caminar.

El niño sacó su mano de entre las mantas y tomó la de su abuelo.

Sus pasos, a ojo de buen cubista, medían alrededor de doscientos pies de elefante africano. Y se movían a una velocidad tal que el zoólogo mirón hubiese jurado que se trataba de una araña y de una especie rara, con pésima caligrafía habría anotado “ginaracné”. Al cabo de poco tiempo y con una gran distancia recorrida, encontró las ruinas de un antiguo zigurat y la cadavérica figura de un rey de antaño. Entonces, recordó: la noche anterior se había enfrentado, antes de caer por el sueño, ante un violador totémico, al que había permitido la entrada en su guarida con el único fin de destronarle el pene, hacerlo tronar por última vez antes de arrancarlo de cuajo de su trono, el sillón de los huevos.

El niño sonrió, el abuelo pasó una imaginaria página y detrás de sus inexistentes gafas un latido picante generó un tsunami en la superficie de su ojo, las consecuencias de la picardía.

Luego de esa extraña visión, siguió un poco más, otros tantos miles de millas. Sólo detuvo el andar cuando se interpusieron en su camino dos túmulos, una mesa sin mantel, una población completa de liliputis exterminada, aquí y allá montículos funerarios, tiernos huesos misturados con restos de un animal mayor.

El abuelo, mientras respiraba para seguir, movió su mano en un ademán aéreo.

Enseguida entendió que ella había sido protagonista de tal desmantelamiento. Aquella noche, antes del zigurat del rey de antaño, había visto cómo los liliputis que comían las frutas fueron arrojados al piso cuando su algarabía los llevó a tumbar, torpísimamente, la única copa de vino sobre el mantel.  Ante tal acto blasfemo, la ira del iracundo amo se dejó ver, arrancando el mantel de la mesa y haciendo deslizar por los aires irresolutos al hormiguero de liliputis, el frutal y la copa que antes de estrellarse contra el piso fue rescatada por el niño, quien debajo se escondía con la copa faltante de aquella mesa preparada para dos.

El niño abrió los ojos como dos postigos azotados por la tempestad.

La infamia de ser recibida de modo tan agresivo no dejó lugar a la piedad y mientras se revolcaba con padre para demostrarle mejor su ofensa, juntos fueron descoyuntando la mesa, diezmando la población de liliputis y horrorizando al niño que, en el momento en que su sátiro padre desfallecía, dejaba la inocencia y comenzaba a comer a bocados las cabezas de aquellos seres encontrados flagrantes, comiendo la manzana deliciosa y derribando con su lujuria la copa. Mientras retozaba, Héroa vio al niño armar los montículos, quemar el mantel, tender la mesa y cavar dos sepultos, uno para su padre y otro para él, que al ver sus tareas terminadas se acostó y le pidió a gritos que arrojara la primera palada y la última también.

El abuelo contuvo un estornudo y el niño, soltando su mano, volvió a taparse.

Esta vez Héroa tuvo que atravesar un repleto campo de cráteres, al pie de los montes más altos de la zona terrestre, y escalarlos para llegar a los templos de las alturas. Allá arriba, casi sin oxígeno, creyó recordar el motivo de los pozos al mirar sus brazos magullados. Al partir de aquellos templos sagrados, desesperada por haber sido testigo de tan alto momento en la historia de los dioses, habría atravesado un campo repleto de minas antipersonales de las que destruyen a las personas y con la agilidad propia de una araña entrenada en la patadería zen había sido cuestión de que se elevarán las minas del suelo para que ella les diera tremenda bolea y las hiciera explotar a prudente distancia de su cuerpo, sólo dañina para el último cóndor y sus crías.

El niño giró sobre sí y quedó de cara a la pared, el abuelo se colocó unos inexistentes quevedos, olvidando que ya portaba unas igual de etéreas gafas.

La ausencia de restos humanos, la ausencia de ruinas y de casi toda pista le hizo pensar qué habría pasado en aquellos templos sagrados. Se reprochó, a sí misma, la falta de memoria tantas veces cómo pasos dio para llegar tan alto. Cansada del flagelo, decidió reducir la incertidumbre a dos opciones posibles por igual: o el último monje había alcanzado el nirvana en el momento preciso de su llegada y gracias a un acto del gran prestidigitador, el universo, se había unido al resto de las cosas justo en el momento de la llegada de Héroa o ella había llegado justo antes de que él se desvaneciera y se lo había comido, lo que a los fines era más o menos lo mismo, salvo por el mísero detalle de que la desintegración habría sido mística o digestiva. Pensándolo bien y escarbando entre sus muelas, era más factible la segunda de las alternativas, porque eran uno de sus platos favoritos los lindos y pelados jóvenes peruanos de túnica naranja que, si no fuese porque quedaban piel y hueso después de tanto ayuno serrano, serían la delicia de los cazadores de recetas gourmet en el zapping de la TV por cable.

El niño contuvo la risa y apretó los parpados.

El descenso fue airoso, de esos que se dejan llevar por las columnas ascendentes de aire caliente, y bajan como las hojas cuando bajan apacibles, hasta el terreno plano. Para nuestro amigo el zoólogo, que antes había ensayado una extraña taxonomía, la de la especie de un ejemplar único, la “ginaracné”, todo fue confuso. Al verla se disponía a anotar en su cuaderno de viajes con cubierta de cuero de topo otra nueva especie: “aladeltanga”. Resulta que Héroa había pasado sus brazos por el elástico de su calzón y se había dejado caer desde aquella cima templada y como una verdadera surfista del viento había descendido. Desde las alturas, vio pequeñas fumarolas, aquí y allá, desde la costa oeste hasta la este y antes de por fin sumergirse en el Océano, lo recordó: la gran depresión del 29, la enorme masa de ñoquis puritanísimos incendiando iglesias y dando cianuro a sus hijos primero y a sí mismos después, antes de que el pato Donaldo t-Rampbo llegara para salvarlos a todos.

El niño, ya desvelado, volvió a darse vuelta y mirar a su abuelo, quien sonrió antes de continuar.

Todo ese holocausto había sido oportunidad de Héroa, que lo había aprovechado para realizar una de las acciones políticas preferidas en su haber de preferencias: actuar por omisión. Y en su dejar hacer dejó que una comisión del black cuscúsclán llevara a t-Rampbo a orillas del Missippi y lo colgara con su hermosa bincha roja. Héroa habría presenciado todo hasta el decaimiento de su impúdica y última mortuoria erección. Todo eso recordó después de ver las fumarolas e internarse en las cálidas aguas oceánicas. Con una bocanada de aire freso, soltó el elástico del bombachón y cayó en picada y se introdujo en las profundidades. La falta de oxígeno produce alucinaciones, apuntaba nuestro zoólogo, mientras ella veía -pero sobre todo oía- desdesaparecidos refundar la Atlántida. En pocas brazadas de nado submarino consiguió lo que meses había llevado a las carabelas. En el camino disfrutó de una rumba subactuática, últimos ecos de una sociedad soñada entre cañaverales marinos. Aquella noche, lo revivió con una sonrisa, al último barbeta de la Atlántida lo había hecho pasar a degüello con la sierra maestra y antes de partir había pinchado el globo, ese globo atmosférico que mantenía el alimento de los pulmones cerca de las fosas, nasales. De sexo ni hablar, la revolución la hacen los ascetas.

El niño puso la almohada contra la pared y se sentó, cobijándose con la manta, y miró a su carcelero abuelo que lo mantenía preso del relato.

Con el recuerdo de aquella rumba en las caderas, ya desplazándose contra el lecho rocoso de la otra orilla, casi fue aplastada por el último toro de la Península y el estruendo de semejante zambullida le trajo a la mente como un rayo los motivos de raje en la dirección opuesta. Estaba haciendo el camino de vuelta y cada milla era un recuerdo de cómo volver. En estas tierras, había humillado al dios padre a base de blasfemias del tipo “me cago en la ostia” y la aberrante contaminación de la lengua besada había hecho que antílopes y toros, toda la población, decidiera equilibrar las cosas desbarrancándose a fuerza de querer seguirla en su partida, cuando se dejó caer para entrar al agua ante la amenaza de ser mancillada a pura cornada. No pudo precisar si era ella la que huía o ellos los que la seguían. A poco andar en tórridas tierras, recordó el comienzo.

El niño hizo lugar y el abuelo se sentó a un costado. La cama crujió.

Por dos continentes, avanzó a paso ligero y prefirió no recordar algunos episodios más bien humillantes, para nada relacionados con los que su etérea memoria solía traer al presente. Antes de reconocer su punto de partida pudo ver, como quien ve el pasado, a un zooloquito tocar a su puerta y ofrecerle una llave de carne con la que abría su apetito, saciado por siglos en los que había conseguido armar un hogar, aquella casa que al despertar había añorado.  Entonces, desde la distancia y al modo de las migajas que dejaron los huérfanos al salir, vio las partes del cuerpo de ese hombre desparramadas y tuvo ante sus pies la cabeza que, de tener un hogar, colgaría en su sala, con una sonrisa triunfal en los labios y la mirada perdida en vaya a saber algún otro zoólogo astral en qué paraísos carnales.

El niño frotó sus manos y les echó un tibio aliento, mientras de reojo espiaba los labios de su abuelo.

Al recoger el último resto, advertía que llegaba de nuevo a su casa pero por el flanco opuesto del que había partido. Tal había sido su viaje y tales sus desmanes, había vuelto después de una vuelta exacta a ese mundo redondo y plano como una dona que había llevado al desborde y a la insensibilidad. Ya no quedaba bicho alguno. Para el desmadre sólo restaba el suicidio, pero no estaba dispuesta a acabarse, ahora comprendía: quería darle vida a la falta de sentido de su reseca resaca.

El niño posó su mejilla sobre el regazó de su abuelo.

Las primeras contracciones de su barriga le hicieron pensar que tanto viaje y tanto picante y carne liliputina le habían causado una enorme indigestión. Fue cuestión de apretar los músculos para advertir que eso que ella consideraba un flato tenía cuerpo y manos y lloraba como marrano. Sólo entonces recordó la última acción antes de caer rendida en el sueño de la noche anterior: ante tanta soledad, había encarado una extraña aventura, la de poblar el mundo, convirtiéndose en hermafrodita y practicando un disparo de sus gónadas fecundantes en sus gónadas hospitalarias.

El niño fue perdiendo la conciencia al reconocer la parte final del relato tantas veces recitado.

Así, una nueva otra historia comenzó. Todavía faltaba un poco para las seis, cuando sintió un nuevo cansancio abismal y se echó al suelo. Entretanto, todos los muchos recién aracnacidos hurgaban sus tetas en busca del sagrado néctar segregado. Pero como queda dicho, más que nueva esta es otra historia y a nadie le queda orgullo ni boca para contarlo, porque si hay algo que a Héroa le molesta eso es que se metan con su prole.

El abuelo salió con sigilo de debajo de la mejilla de su nieto, cerró el libro imaginario y dejó sus quevedos y sus gafas sobre la mesa de luz. Apagó el velador y dio comienzo a la noche plena del sueño profundo de su nieto.

Esteban Prado
Esteban Prado
(Mar del Plata, 1985): Escritor. En 2015 publicó Ana, la niña austral (Letra Sudaca) primera parte de una trilogía que continúa este año con Ema, la Partysana. En 2017 cerró diez años de lectura de Héctor Libertella, obteniendo el título de Dr. en Letras en la UNMdP. Ha escrito guiones para cine (Parabellum, 2015) y dirigido cortometrajes (Lara and the dead dolls, 2013). Desde 2013 lleva adelante la editorial Puente Aéreo. Acaba de terminar la novela juvenil: Mrs. Tplinok. Música del bosque.

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