El tequila

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La observó poniendo la mesa  y encendiendo las velas blancas. A los pocos minutos respiró el perfume hermoso que emergía de los candelabros  que ella tanto cuidaba. Cuando  le pidió que la ayude a bajar la jarra de vidrio aprovechó y la acarició por debajo del vestido, por arriba de la bombacha que espió turquesa, que sintió de encaje. Ella se erizó. Desde lo más alto de la escalera,  sin querer,  le  pateó la ceja. La  bendita jarra estaba en el fondo del estante más elevado  de la alacena.  –El día que ordené ese estante con los regalos que nos hicieron terminamos enredados en la cama, ¿Te acordás? Dijo ella en el bañito de la planta baja del departamento entre gasas,  agua oxigenada y carcajadas nerviosas. Él casi se desmaya. Ella, que  había llevado granitos de sal gruesa,  se los puso debajo de la lengua. Cuando salieron, ya sin sangre y tentados de risa se sumergieron en el aroma romántico de la casa., de la misma casa en que  habían sucedido gran parte de  los hechos, tempestuosos que desencadenaban en esa mesa de mantel blanco bordado, de finas servilletas y esbeltos tenedores plateados y relucientes que ella preparaba para la cena.

Por la tarde, en el horario de la siesta, habían ido juntos a comprar el  vino  al mercado del barrio.  Al final se habían decidido por el envasado en caja de cartón de calidad sospechosa. Se habían reído, (él convencido, ella resignada)  de la escasez de fondos. Habían debatido. Habían sumado billetes y restado intenciones de comprar el que habían tomado en la cena de Nochebuena. -Si compramos una de las botellas de  ese vino tan rico  nos la vamos a terminar antes de cenar, dijo él. -Sí, claro. Asintió ella pero luego agregó: -Lo que pasa es que con éste me va a doler la cabeza. Se quedó un instante pensativa y tomó, luego,   tres cajas del estante inferior. Él provechó que ella se agachaba y le apretó la cola. -Te queda  tan lindo ese vestido corto le dijo.  Le susurró algo al oído y la rodeó con sus brazos largos. Ella suspiró y pretendiendo tener una basura en el ojo se apartó y se secó  una lágrima, a escondidas de él, con el puño del sweater liviano que llevaba en los hombros.

Ahora ella trasvasaba el vino. El envase no combinaba, no,  con la elegancia de la mesa  ni con el mantel de hilo. El mirándola hacer se detuvo en el peso  con que el vino caía y  tomaba la forma de la jarra antigua que su abuela les había regalado como parte del ajuar. -Para que sean, como tu abuelo y yo, felices juntos, leyó ella en voz alta cuando una de las cajas se vació. Había encontrado adentro de la jarra, una tarjeta escrita en temblorosa manuscrita y envuelta en papel de seda. Llevándosela al pecho suspiró otra vez.  Él no la estaba escuchando.  Abstraído de lo que sucedía en su living, comenzó a contarle de la transparencia del agua  en la caminata que había hecho por la mañana,  de la poca gente que había  en la playa a esa temprana hora situación que contrastaba con lo que sucedía pocos días atrás.  Seguía sentado en  el sillón que les habían regalado, poco más de medio año, bastante menos de un año atrás. La miró, le dijo: -Estás linda, te queda hermosos el pelo suelto.  Se mordió las uñas y siguió, en tono nostálgico: -Me acordé ahora que te veo preparando la cena,  del día en que te esperé  con la comida  lista y tuvimos que pedir una pizza. Se rió.  Se apoltronó en el sillón. Cerró los ojos. Luego agregó: -Qué risa la  mañana en que me dejaste las botas de goma en la  puerta del departamento para que no te llene los pisos de arena. Es tan lindo vivir con vos. Ella lo miraba. – Me estás mirando como me miraste cuando me desperté en la clínica hace dos o tres semanas.

Sin responderle ella fue a controlar que las chauchas se estuvieran hirviendo y que el caldo  para el arroz no se hubiera evaporado. Le agregó el  último cubito que les quedaba. Abrió la heladera y además de la botella a medio llenar con agua  vio el envase pequeño de mayonesa, medio limón  y un sachet de leche abierto. -Tanto vacío parece reflejar lo que me está pasando por dentro susurró  mientras se anudaba el pelo largo desteñido por el sol; el vapor de la cocina minúscula  le había dado calor; el ventiluz estaba cerrado porque eran las primeras noches otoñales y el frío se hacía sentir estando el departamento tan cerca del mar.

Cerró la cocina y salió al balcón  por la puerta ventana vidriada del living en que él seguía sentado, a respirar aire puro. Miró la luna. Encontró entre las macetas un vaso de vidrio. Lo olió. Olía a  tequila y resaca. Aun en  el sillón,  las manos detrás de la cabeza y los pies apoyados en la mesita ratona él la seguía observando. Cuando la vio encender un cigarrillo  se levantó, sirvió dos copas y salió a acompañarla. Fumaron acompasados. Brindaron y  escuchando   el silencio circundante  terminaron el vino. Ella le dio un beso  húmedo en los labios y le dijo: -Me voy a bañar. Él le avisó  que iba a aprovechar ese tiempo para ir a comprar cigarrillos.

Al escuchar la puerta cerrarse ella salió del baño y en el living, en cuya mesa encontró las copas vacías se sirvió vino. Lo tomó de un trago. Dijo: – Si va doler que duela,  si va a arder que arda, ¡Salud! Levanto la copa en señal de brindis, la vació y se apoyó la mano en el cuello.  –Excusas. Son todas excusas. Dijo ahora. Se quedó estática. La mirada en la copa vacía. La mirada vacía. –Otra vez no va a volver, ahogó estas palabras en un trago  y víctima del efecto del alcohol se rió.

Luego de dar una vuelta, aturdido por los grillos y los sapos que hacían multitudinario el silencio,  fumó escabullido entre los arbustos de un terreno baldío. Le picó la garganta. Se ahogó. Le dio un ataque de tos, volvió, corriendo, al departamento. Al abrir la puerta la encontró,  el torso desnudo, la bombacha turquesa, descalza, y de pie en el medio  del living. Ella se asustó, y al  intentar esconderse debajo de la mesa se dio  un golpe seco y definido en la  frente. Se tentaron  de risa. Él la abrazó. Se besaron. Ella sirvió vino. Él la terminó de desnudar. Ella le sacó la remera.  Él le pidió perdón. Ella le recorrió la espalda con la mano abierta, él le desanudó  el pelo, ella le confesó que hubiera preferido que él no regresara para poder irse sin despedidas. Se terminaron el vino. Se despidieron anestesiados con tequila, limón y sal.

Luciana Balanesi

Luciana Balanesi
Luciana Balanesi
Es diseñadora industrial. Nació en Mar del Plata en 1974. Cursó talleres de escritura creativa. Algunos cuentos suyos fueron publicados en el suplemento de cultura del diario La Capital. En el año 2018 quedó finalista en el VI Concurso de Relato Breve Osvaldo Soriano que organiza la Universidad Nacional de La Plata. En el 2019 fue seleccionada en la categoría general del Premio Itaú de cuento digital. En el mismo año recibió una mención estímulo del Premio Guka de Poesía. Y fue premiada en con el segundo puesto en el X Concurso Literario de Cuentos Breves de la Biblioteca Nacional del Paraná. En 2020 el Premio Guka de microrelato le otorgó una mención especial. En 2021 publicó su primer libro Siempre quise ser pelirroja.

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