El loco de la reposera

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Al sur de Bahía San Blas, a poco de donde la provincia de Buenos Aires hunde su pata en el Atlántico, se esconde la última playita de la ribera bonaerense. Se esconde tan bien que no la registran mapas ni guías turísticas y nadie ha escuchado hablar de ella. Cahuincó, tal su nombre, oculta entre acantilados sus modestos cien metros de arena y canto rodado, azotada por un viento endemoniado que silba sin cesar, día y noche, como si trajera de lejos la advertencia de los ranqueles que un día bautizaron a esa orilla como Cahuin-có, algo así como ‘El funeral del mar’.

En ese sitio inhóspito pasé mis vacaciones del verano de 1971 con mis padres y Ana, mi hermana menor. Es que papá y mamá eran, podría decirse, personas de gustos extravagantes, siempre dispuestas para lo que la mayoría rechaza sin dudarlo. Les bastó enterarse de la existencia de aquel lugar por boca de un amigo, un biólogo marino que tras visitarlo para realizar un estudio de flora y fauna determinó que ninguna forma de vida con dos dedos de frente prosperaría allí, para decidir que ese era nuestro destino soñado para enero. Adiós Necochea.

Alquilamos un chalecito en las afueras de Carmen de Patagones y cada día, apenas amanecía, acometíamos la epopeya de llegar a nuestra playita, sorteando el barro de los caminos vecinales y los médanos del último tramo, rodeados de ominosos acantilados.

Antes de las siete de la mañana estábamos instalando nuestro campamento a treinta metros de las olas. Venían entonces las primeras actividades de la mañana, siempre condicionadas por el viento incesante y ruidoso, de cuyo silbido impertinente resultaba imposible sustraerse. La arena mojada volaba, en brazos del chiflete, de la orilla directo a nuestros ojos, metiéndose en bocas y narices, a veces acompañada de una buena ración de algas y espuma sucia.

En eso estábamos, a los bufidos y manotazos, cuando aparecía en Cahuincó el loco de la reposera.

Era un hombre alto y muy flaco, de afilado rostro de pájaro, que bajaba a la playa en un jeep, acompañado de mujer e hijo. Durante aquel interminable enero de 1971, Eduardo, Cecilia y Lalito, tales sus nombres, serían los únicos vecinos que tendríamos en el inhóspito paraje. Nos saludaban de lejos y se instalaban a unos treinta metros de nuestro campamento.

Entonces, el loco de la reposera comenzaba su cotidiano trajín.

Al tiempo que la mujer y el niño se estiraban al reparo de la carpa familiar, siempre insuficiente frente el embate de la ventolina ululante, el caballero, de pie en aquel paisaje áspero, de cara al mar embravecido que supo mojar las patas de ranqueles y mapuches, emprendía su batalla sin cuartel contra una hermosa reposera plegable, de madera barnizada y lona verde, artefacto que no había soltado ni un momento desde el arribo a la playa.

Principiaba Eduardo el intento de abrir la reposera tironeando de la loneta, tanteando la madera por uno y otro lado, introduciendo el objeto entre sus piernas flacas y girando con él, sin conseguir desplegar el adminículo. El hombre rotaba la reposera sobre sí misma varias veces, volvía a procurar en vano abrir el empacado asiento mientras iba perdiendo la compostura; su voz se agudizaba, entonces, sobreponiéndose al aullido del viento para llegar hasta nosotros como llegaban los golpes de espuma y arena.

–¡Te voy a dar, junagrán puta! ¡Abrite, mierda! ¡Te vas a abrir, conchatuhermana! ¡Dios, Dios, Dios… carajo!

Y así seguiría, toda la santa tarde, esa lucha entre ser humano y cosa mueble; sin que el primero consiguiese, ni por asomo, que la segunda aceptara cumplir con el cometido para el que había sido diseñada.

Ya no había, por el resto de la jornada, paz ni distracción posibles. Comíamos, caminábamos o jugábamos a la paleta sin conseguir sustraernos a la hipnótica danza de nuestro vecino y su reposera. La mujer y el niño miraban en silencio, como nosotros; de a ratos también ellos procuraban comer algo, o principiar un juego de mesa, pero el ver al jefe de familia en semejante trance podía más que cualquier intento de distraerse.

En ocasiones Cecilia y Lalito buscaban la comprensión de nuestro bando. «Este marido mío, no sé más qué hacer, se pone como loco», confiaba ella a mamá y papá, para agregar, con una seguridad que partía el alma: «Fuera de esto de la reposera, es la persona más normal del mundo. Tranquilo y amable como él solo». Mis padres, invirtiendo todas sus reservas de piedad, le decían que por supuesto, saltaba a la vista que Eduardo era la normalidad hecha ser humano. Lalito prefería desahogarse con Anita y conmigo; parecía no molestarle que no sacáramos los ojos de encima de su padre mientras tironeaba, maldecía, tomaba resuello y volvía a tironear de aquella reposera, virgen ella, al parecer, de despliegue alguno. «Papá está loco», decía al borde de las lágrimas, «pero mamá también. ¿Por qué carajo no le sacamos esa reposera de mierda, por qué no la tiramos por ahí y vivimos como una familia normal, como ustedes? Yo le digo que la hagamos desaparecer, pero ella tiene miedo de que papá se tire al mar o peor, que se dé cuenta de que fuimos nosotros y nos haga algo horrible, no sé, abandonarnos en este lugar espantoso.»

Mi hermana, que con trece años era mucho más avispada que yo con mis quince de entonces, sabía elegir senderos sinuosos para insuflar alivio en el alma de Lalito. «¿Vos creés que nosotros somos una familia normal? Si mi papá es más normal que el tuyo, ¿qué mierda hacemos en Cahuincó? ¿Te parece que pasar las vacaciones en un lugar donde el viento te arranca los calzones no es estar loco? Mis amigas veranean en Miramar o en Mar del Plata, pasean, tocan la guitarra en la playa, se ponen de novias… ¡y a mí acá me tenés, chupando algas! ¿Y te quejás porque tu papá anda peleando con una reposera? Dejate de joder, Lalito, la gente cuando pasa los quince se vuelve loca, es así, hay cosas peores, dejalo que se mate con la reposera, qué problema te hacés.»

Lalito meneaba la cabeza y perdía la mirada en nuestro rugiente mar negro. Su expresión indicaba que, a su manera, Anita le había conseguido cinco minutos de alivio.

El combate entre el gladiador de ojotas y lentes para sol y la invicta reposera continuaba sin tregua a lo largo de la tarde, hasta la caída del sol. A medida que el viento marino arenaba con más fuerza cuerpos y almas, la energía de Eduardo crecía y los intentos de forzar el despliegue del ensimismado objeto se multiplicaban. De a ratos hombre y mueble desaparecían de la vista, ocultos de nuestras miradas por la carpa, sin que dejara de oírse el ruido de los golpes que el luchador le propinaba al mueble y que este, al parecer, devolvía.

Entonces, día tras día, se producía el milagro.

En el instante en que el sol desaparecía tras la altura de los acantilados, la playita se bañaba en una suave luz dorada y el viento venido del infierno cesaba por unos minutos su griterío y su galope.

Y Eduardo, aquietándose como la tarde, soltaba la reposera, que caía inanimada a sus pies yaciendo en paz, tan cerrada como había llegado.

Sin pérdida de tiempo, Cecilia y Lalito subían el emperrado artefacto al jeep y lo cubrían con el resto del equipo, que todos ayudábamos a acarrear. Hablábamos y gesticulábamos al mismo tiempo, moviéndonos alrededor de Eduardo para distraerlo del objeto de su obsesión.

«Vamos, viejo, vamos de una vez que se va a hacer de noche, el nene está cansado y yo también», lo urgía Cecilia; «dale, papá, dale que tengo frío», reforzaba Lalito ya trepado al vehículo. «Chau, chau, hasta mañana, que lo pasen bien», empujábamos nosotros. Eduardo, recuperada de a poco la cordura, ponía en marcha el jeep y el trío desaparecía por el camino entre las dunas.

La noche se cernía sobre la playita. Mientras el viento daba por terminada la tregua y la espuma arenosa comenzaba a esmerilarnos nuevamente, la temperatura descendía sin pausa. Abandonábamos Cahuincó como si nos persiguiera el diablo, emprendiendo la vuelta en silencio, con la imagen del loco de la reposera dando vueltas en nuestras cabezas; los cuatro sabíamos, no hacía falta decirlo, que el enfrentamiento recomenzaría al día siguiente.

Terminó enero y regresamos a Buenos Aires. Mis padres decidieron que el próximo año volveríamos a Necochea. Por algún tiempo Anita intercambió cartas con Lalito; y así supimos que Eduardo había desaparecido un día sin dejar rastros. Después, la correspondencia fue espaciándose hasta que no tuvimos más noticias de aquella familia.

Años más tarde, sin que pudiera explicarme el porqué, decidí regresar a Cahuincó. Viajé solo, un día lluvioso de comienzos del otoño. Estacioné el auto cerca de los acantilados y descendí a la playita por el mismo médano sucio que durante aquel enero nos llevaba hasta ella. Caminé hacia el mar, negro y furioso, que me rugió con su aliento terrible de algas en descomposición. La arena mojada me arañó la cara; el viento era diez, cien veces más violento que el que yo había conocido. Volvía sobre mis pasos para irme cuando la vi, a treinta metros de distancia.

La reposera estaba allí, perfectamente abierta en medio de Cahuincó, desplegado su armazón de madera, la lona verde en quietud absoluta a pesar del vendaval que la acometía, bramando de rabia.

Jorge Freijo
Jorge Freijo
Nació en 1950 en Mar del Plata. Es diseñador gráfico, libretista y redactor publicitario. Bajo el seudónimo de Valerio Zulueta, ha publicado cuentos y crónicas en diversos periódicos y revistas.

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