El escritor de ciencia ficción escribía y, mientras tanto, pensaba que, en la infinitud de universos paralelos, otras versiones de él, en ese instante exacto, gestaban todas las novelas posibles, algunas que únicamente diferían en un punto de la suya, otras que ni siquiera pertenecían al género. Medio en broma, deseó que la suya fuera la mejor. Siguió escribiendo. Más tarde, reflexionó que si los mundos múltiples eran interminables, existía la posibilidad muy cierta de que la historia que él imaginaba, sus lugares y personajes, habitaran alguno de aquellos; esto lo divirtió. No mucho después, tomó conciencia de que su vida misma, tan real aquí y ahora, podría ser la ficción de otro, en algún universo probable. Sus manos se paralizaron, suspendidas sobre el teclado, mientras analizaba la conclusión a la que había arribado y los cabellos de la nuca se le erizaban levemente. Esto duró poquísimos segundos. Por fin se encogió de hombros, convencido de que nada había por hacer si las cosas funcionaban de esa manera y no de otra, y continuó escribiendo.