Edipo en llamas

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Si es que existe injusticia en el olvido de los héroes, la mayor y más penosa de la historia americana es la que se ha perpetrado con la memoria del coronel Wenceslao Olivera, guerrero de la independencia argentina cubierto de gloria en la batalla de El Chamuscal, de la que no hace mucho se cumplieron ciento noventa años.

El 9 de febrero de 1828, en el paraje salteño de ese nombre, el coronel Olivera cargó al frente de trescientos bravos contra las tropas del general unitario Teófilo Márquez. El hecho bélico, de por sí, no difiere demasiado de tantos otros que enfrentaron en la época a los mejores varones criollos; tampoco el desarrollo de la corta escaramuza llama demasiado la atención de historiadores y estrategas. Sin embargo, aunque Márquez le propinó a nuestro centauro una garroteada pavorosa, lo de Olivera merece indudablemente el calificativo de hazaña.

Es que ese mediodía del tórrido verano salteño, con 56 grados a la sombra, el coronel Wenceslao Olivera cargó contra el enemigo enfundado en tricota, bufanda, pasamontañas y mitones tejidos para él por su santa madre, doña Eufemia Racedo de Olivera.

La noble matrona tuvo decisiva influencia en la heroica carrera militar de “El Oso Polar de El Chamuscal”, como se recuerda al coronel. Ya en 1806, en ocasión de las invasiones inglesas, fue la señora la que entregó su hijo a la patria. Eso sí, la patria tuvo que devolvérselo diariamente a la hora de la merienda, condición que le provocó a Olivera más de un apuro: de hecho y según relata Juan Pablo Uriona en su autorizada biografía del héroe, durante el combate de Chacras de Perdriel el mismísimo general inglés Whitelocke debió llevar a casa al joven patriota en su carruaje para evitar el soponcio de doña Eufemia ante la taza de cascarilla fría. El hidalgo gesto del militar enemigo no lo libró de ser empavonado en aceite hirviente por doña Eufemia, tan patriota como madraza.

Más adelante y ya gallardo alférez de caballería, Wenceslao Olivera se cubrió de gloria en la primera expedición del Ejército del Norte a las órdenes de Manuel Belgrano. Y la gloria lo hubiese cubierto con mayor abundancia de haberle permitido doña Eufemia acompañar al creador de la Bandera hasta más allá del paraje en el que, en la actualidad, se encuentra la esquina de Florida y Viamonte. Emociona el evocar a Olivera, flamante uniforme de oficial y la pañoleta de lana ondeando al viento, bolsa de agua caliente en bandolera, lanzando para la posteridad su inmortal frase, mientras el ejército belgraniano toma su rumbo a la gloria: «¡Ya voy, madre, ya voy… déle, qué le cuesta, déjeme aunque sea hacer tres cuadras más!”

El mismísimo general San Martín puso su atención en el valeroso joven cuando en Plumerillo, en 1815, forjaba a sus titanes continentales. El Padre de la Patria en persona visitó a Doña Eufemia en Buenos Aires para interceder por Wenceslao ante la proximidad de la partida hacia Chile, asegurándole que el alférez no tomaría frío ni conversaría con desconocidos durante el cruce y menos que menos en los campos de batalla. No consiguió el Cóndor de los Andes conmover a Eufemia Racedo.

Pero el tiempo forja en su yunque a los héroes e inevitablemente llegó el día en que el coraje indomable de Wenceslao Olivera pudo más que la aflicción de su madre. La patria se desangraba en luchas intestinas y el destino expresará entonces su sentencia de gloria a través del general Viamonte, que sin saberlo prepara el camino de Wenceslao Olivera hacia el bronce. En 1827 lo urge: Teófilo Márquez se ha levantado en el Norte y la causa federal corre peligro. La nación en riesgo de desmembrarse clama por sus hijos más valientes.

Es entonces que doña Eufemia Racedo entra en la historia con su hijo. Durante cada atardecer del sofocante diciembre porteño tejerá afanosa la obra de su amor maternal y patriótico, el conjunto celeste y blanco de pasamontañas, mitones, tricota y bufanda que identificarán a su vástago ante la posteridad, tal como la melena a Mitre, la calva a Sarmiento o el sable corvo al Gran Capitán. El 22 de diciembre de 1827 Olivera parte al frente de sus bravos, con órdenes de Viamonte de ponerle el cuerpo a Márquez donde lo encuentre y con precisas directivas de doña Eufemia de no sacarse el equipo de lana de vicuña por nada del mundo. Madre y jefe pueden confiar en él: es corajudo como un león y sudará cual noruego tomando chocolate en el Sahara antes de faltarle a su progenitora.
Sus hombres ya lo idolatran. Lo llaman «El Oso Polar», también «El Deshidratado de Oncativo». El transpira y avanza al norte, enfebrecido de Patria.

Ya en Tucumán, Wenceslao Olivera y sus centauros saben del rigor de la batalla: tres tenientes, un alférez y dos docenas de soldados caen bajo el fuego de Márquez, que retrocede combatiendo hacia Salta. Otros treinta valientes caen bajo las enemas de doña Eufemia, que avanza desde el sur siguiendo de cerca a su cachorro. Cien hombres más corren gustosos hacia las bayonetas del general alzado, cantando a la muerte con tal de alejarse de la andanada de lavativas con que la digna señora procura mantener saludables las tripas federales.

La madrugada del 9 de febrero Wenceslao Olivera tiene a Márquez a tiro de tercerola. Se reza, se come, se escribe a los seres queridos. Algunos de los que comen aparentemente no han rezado lo suficiente: a eso de las siete de la mañana, otra lluvia de enemas diezma al regimiento. Doña Eufemia, maternal con todos y cada uno de los que pueden no volver, estima conveniente que se enfrente al acorralado jefe unitario con el vientre alivianado. Mientras procede, en medio de ayes e imprecaciones, aún encuentra tiempo para reclamar a los alaridos que su hijo no vaya a desabrigarse.

Minutos antes del mediodía Wenceslao Olivera ya ha montado. Bajo el sol de oro derretido del paraje El Chamuscal jura a su madre que no volverá vivo si no es con la victoria de la mano; jura también obedecerle y no sacarse ni una pieza del lanudo ajuar. Tricota, bufanda, pasamontañas y mitones, promete a la suplicante Doña Eufemia, lo acompañarán al entrevero junto a la bandera de Chacabuco, que un veterano sargento ya enarbola en asta de caña criolla ante la reverencia emocionada de propios y enemigos.

Ya redoblan los tambores. Olivera adelanta el corcel que San Martín le obsequiara antes de dejar la patria; y bajo los 56 grados de las doce en punto arenga a la tropa en un hilo de voz. Es un espectáculo inolvidable: cuando pronuncia las “efes”, el sudor atomizado por sus exhalaciones forma una bonita figura que conmueve al mismísimo Márquez. Wenceslao Olivera, coronel de la patria, veterano de las invasiones inglesas, del Ejército del Norte, soldado de Los Andes, blande el sable. A cuatrocientos metros y bajo el sol impiadoso del estío norteño, Márquez sorbe limonada fría y monta.

La carga de los trescientos valientes de Olivera, ese mediodía salteño del 9 de febrero de 1828, hace retumbar al continente. Tiembla Salta, vibra La Habana y dos copas caen de su sitio en Quebec, mientras envuelto en una bandera de doble pañolenci bordada por su madre, el héroe es una exhalación, un cometa de estela celeste y blanca, un fuego de artificio que surca el abrasador mediodía para darle a Márquez la muerte que merece. Wenceslao Olivera se incendia faltando cincuenta metros; la tropa enemiga huye aterrorizada ante la bola de fuego y vapor que se le viene. El regimiento unitario se reagrupará media legua al norte y contraatacará imparable; pero que se vengan, nomás: El Chamuscal es ahora tierra federal. Los pocos bravos que han sobrevivido a la carga contra Márquez apagan a Olivera y lo tienden bajo el histórico algarrobo que hoy llevaría su nombre, de no haber sido un árbol tan inflamable; ya llega Doña Eufemia, digna en su dolor de Hécuba criolla e inflexible a la hora de exigir, madre hasta el fin, que el moribundo se tape la boca con la bufanda por si refresca.

Pero Wenceslao Olivera ya no escucha.

Sus últimos pensamientos son para San Martín, para su madre, para la patria. «Quiero ser enterrado aquí —dicen que dijo— con mi sable y mis medallas; con tricota, pasamontañas, bufanda y mitones.»

Pide a gritos el sudor frío de la muerte. Márquez, que ya reorganizadas sus tropas se ha apostado a tiro de piedra, manda conmovido algo de limonada. El coronel Wenceslao Olivera, ya muriendo, la desprecia como se desprecia la limonada de los traidores a la Patria.

Jorge Freijo
Jorge Freijo
Nació en 1950 en Mar del Plata. Es diseñador gráfico, libretista y redactor publicitario. Bajo el seudónimo de Valerio Zulueta, ha publicado cuentos y crónicas en diversos periódicos y revistas.

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