Daliah

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Apenas entra en mi celda, cada mañana, el embajador  Brunini me ruega que deje de hablar con la prensa; Arriaga, el abogado que lo acompaña, igual: la insistencia en expresar mi amor por la cultura egipcia no sirve para nada, más bien parece aumentar mi culpabilidad ante los ojos de la justicia local. Me conviene callarme y esperar. El juicio es en una semana, dicen. ¿No puedo cerrar la boca y dejar que actúe el equipo legal de la embajada? No puedo. Soy cualquier cosa menos un terrorista. Aunque, al final, termino aceptando. ¿Para qué contrariar a los únicos que me apoyan? Pero necesito contar lo que pasó. Pedí hojas y una birome. Con tal de tenerme callado, me dieron todo. 

 

Toda la vida tuve fascinación por las pirámides. Primos y amigos amaban los autos y los dinosaurios. Yo, hijo único,  de padres grandes,  me perdía en las ilustraciones de la Enciclopedia de la Antigüedad, uno de los pocos libros en casa. Veía con terror  a Kefrén, hijo de Keops, en su sarcófago; con fascinación, a las momias. Tenía una imagen preferida: los ojos negros de Daliah, que me enredaban en una fascinación casi sensual. Apenas sabía leer, pero ya era un traductor de jeroglíficos; el Nilo era más cercano que cualquier río de Argentina.

 

Los chicos crecen y cambian de gustos. Yo profundicé mi amor por Egipto. Compré libros y revistas,  atesoré documentales y adornos (Mi ex siempre renegaba de las estatuillas). Lo lógico hubiera sido que estudiara historia, pero por presión familiar me incliné a la contaduría. No me fue mal; tengo (¿tuve?) un buen pasar. El trabajo me llevó a relacionarme con la empresa de turismo Xanadú,  que me hizo un generoso descuento y pude, a los cuarenta años, viajar a Egipto.

Si me desvivo por transmitir mis sentimientos al pisar la arena de Giza, van a acusarme de demagogo. Solo yo sé el trémulo amor con que seguí al contingente por los pasillos laterales de la Gran Pirámide. Deseé tener mil ojos, mil cerebros,  mil manos. En cierta forma los tuve, porque abrazaba ese templo con todo mi ser, con una vida entera de pasión. Era caminar dentro de un déjàvu, si me permiten la metáfora. Con mi inglés débil pude adelantarme a las explicaciones del guía: era como si hubiera escrito su discurso. Estaba en casa. 

Ya salíamos, en fila india, cuando la vi. Reconocí su perfil. En un rincón, alejada, apenas iluminada por dos lamparitas led, con un vallado de seguridad: Daliah. La pequeña cabeza de Daliah, tallada en piedra hace cuatro mil doscientos años, enterrada por siglos, redescubierta en 1912 por Sir Harold Wright, deidad de la bonanza, los ojos que escrutan el futuro y el pasado, la pitonisa adorada. El contingente pisaba el túnel de salida, rumbo al hotel, cuando volví sobre mis pasos. No pude evitarlo. Sentía culpa por mi olvido, que pronto trasladé al guía. ¿Por qué no se había detenido ante Daliah? Tal vez para ellos –a los egipcios, me refiero-existían otras figuras más indispensables y mi admirada correspondía a una jerarquía menor. La historia, tan apabullante en nombres, obligaba a una selección, siempre injusta. 

No podía irme sin rendir mis honores. No lo pensé: fui a ella. Estaba solo, lamentablemente. Un testigo podría declarar que me limité a acercarme al vallado: una soga gruesa, color violeta, que separaba al visitante unos cuatro metros de Daliah. Carteles en varios idiomas prohibían el paso. Era lógico: no se pueden tocar los tesoros, ya bastante maltratados por el tiempo y los coleccionistas. 

Miré a Daliah. Donde yo había amado esos inmensos ojos negros (agregado piadoso de los ilustradores) se veían dos huecos amarillos. La nariz estaba un tanto carcomida; la frente, levemente rajada. Sin embargo, un aire erótico, un magnetismo inexplicable vino hacia mí, como en la adolescencia. Por fin, después de tantos años, estábamos cara a cara. Sentí que, de alguna manera, entraba en una nueva etapa en mi vida. Se cerraba un círculo, se abría otro. Esa clase de pensamientos, no sé si logro hacerme entender, ese cúmulo de sensaciones fue lo que me hizo tirar del hilito. 

El Ministro de Cultura egipcio me ha tratado de delirante, pero yo sé bien que de la oreja derecha de Daliah salió un hilo fino, negro, que dio una curiosa voltereta y quedó asentado en sus labios. La luz tenue de las lámparas lo resaltaba. Pensé que había visto mal, que algún resto de bufanda o pulóver de turista había volado hasta la efigie y quedado enganchado de esa forma. Pero ¿quién usaría algo de lana en ese calor? Debían hacer 35 grados o más. Descarté una alucinación. Tengo buena vista: el hilo era algo proveniente de Daliah. Algo que ella me estaba dando. 

En el momento de mayor intensidad en la contemplación, oí la voz del guía. Me buscaban. Notar que el guía se aproximaba, y la tensión de perder los últimos segundos con Daliah, fue lo que me hizo rodear el vallado y tirar del hilo. Ahora es fácil decir que fue una imprudencia; en ese momento pensé otra cosa. Si los ciclos se cerraban, si había nuevas esferas de experiencia para mí, yo debía seguir adelante; eso no quitaría nunca mi amor por el pasado, cifrado en Daliah: el hilo milenario me acompañaría el resto de mi vida.

Lo guardé en mi bolsillo justo cuando apareció el guía. Me sermoneó con una sonrisa. Dimos dos pasos en dirección al exterior, a la combi, cuando empezó a temblar todo y cayeron las primeras piedras. El sonido no puedo sacármelo de la cabeza. Una rajadura en el suelo, como una serpiente furiosa, nos persiguió mientras corríamos; recuerdo alarmas y gritos. Se cortó la luz. Varios empleados y turistas cayeron dentro de la grieta. Fue demasiado rápido. Al llegar a la combi, pude darme vuelta y mirar. La Gran Pirámide se derrumbó totalmente. Fuimos cubiertos por una nube de arena y polvo que nos dejó ciegos y que duró horas.

El embajador y Arriaga me rogarán silenciar esta versión, que me incrimina. ¿Me incrimina? ¿Tuve que ver con la caída? ¿Tuvo que ver el hilo de Daliah? Los egipcios, aunque niegan lo del hilo, dan por sentado esa relación. Por algo me acusaron de terrorista tras la declaración del guía, quien me vio salir de atrás del vallado. Hablan de una bomba, de un dispositivo oculto en mi cámara de fotos o -más ridículo- en mi equipo de mate. Mis defensores me miran con lástima. Deje de hablar del hilo, piden. El único recurso legal que tienen es presentarme como chivo expiatorio y recalcar la falta de antecedentes de los argentinos en terrorismo internacional.

Si tuviera el hilo de Daliah mi testimonio tendría otro sustento. Ha desaparecido cuando me desmayé en la nube de arena. Recuerdo manos hurgando en mi ropa. Culpar a los médicos que me salvaron de la sofocación me parece bajo. Sin embargo…

Recibo mensajes de mis amigos de Barracas y hasta tuve un llamado del Presidente. Me siento acompañado, pero sé que me condenarán. Es seguro. En un país de secretos y silencios como éste, también tengo el mío: ayudé a Daliah a derrumbar la Gran Pirámide. Fui su mano ejecutora y no me van a perdonar: lo veo en sus ojos. Tal vez era un hecho irremediable que dependía solo de la voluntad de la diosa. En algún momento de la historia ella encontraría a alguien digno para darle el hilo y concretar su venganza. Esa explicación me halaga, pero es una hipótesis, nada más. Quién sabe qué luchas internas se despliegan en las sombras de semejante civilización, rivalidades y venganzas tan arcaicas como sus templos. Si yo, que me considero bastante experto, no logro descifrarlas, qué queda  a los otros.

Mauro De Angelis

Mauro De Angelis
Mauro De Angelis
Nació el 8 de agosto de 1976, en Capital Federal. Desde los diez años vive en Mar del Plata, donde asistió a los míticos talleres literarios de Daniel Boggio. Obtuvo el 1º lugar en el Premio Municipal de Literatura Osvaldo Soriano 2011, en la categoría Poesía, con su libro Tierra leve; en 2009, en el mismo certamen, rubro Cuento, logró el 2º lugar. En 2013 su relato «Guapo» fue seleccionado en el Premio Itaú de Cuento Digital e incluido en la antología Mate. Un cuento suyo fue seleccionado por Pablo Capanna para integrar Más acá. Antología del género fantástico argentino (Letra Sudaca Ediciones, 2015). Ganó el Premio Alfonsina en Creación Literaria. En 2016, editó el libro de cuentos Vía Crucis (Letra Sudaca Ediciones) Ha escrito las novelas (inéditas) Tríptico de la feria, El artista de las esferas, Wilson, y, junto a Sebastián Chilano, El Lémur.

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