Conyugal

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No es que no tengan nada que decirse sino que tienen mucho que callar. A los ojos de todo el mundo, los que vivimos en este edificio, se nota lo mal que está la pareja del octavo ce. A mí, nunca pudieron convencerme de que tanta ostentación de felicidad como hicieron en su momento iba a durarles. A los sesenta y dos, con dos matrimonios a cuestas, uno terminado, con alivio, por la viudez, no me iban a convencer de que tenían un seguro amoroso contra todo riesgo. Sin embargo, en el edificio, todos les creyeron esa felicidad que irradiaron un tiempo. Primero, cuando tuvieron esa época en que del departamento salían música y risas y parecía haber fiesta todas las noches. Esa fue la época en que se casaron. La boda salió en los diarios. Y daba gusto verlos, famosos y acaramelados, la envidia de más de una pareja. No había noche en que no hubiera fiesta en el octavo ce. Hasta provocaron una reunión de consorcio por los ruidos molestos. Y yo fui la primera en negarme a votarles en contra. Ya van a ver que esto dura poco, dije. Hay que ser pacientes y esperar. Y no me equivoqué. Porque después vino otra época, esa en que empezaron los gritos y los ruidos de  pelea. Hubo madrugadas en que parecía que iban a derribar las paredes con los gritos y los golpes que se oían. En más de una oportunidad los vecinos se alarmaron y llamaron a la policía. Cuando llegaba el patrullero y subían los canas ellos abrían la puerta con cara de acá no pasa nada, somos una pareja normal y corriente, que en ocasiones chocamos, qué matrimonio no choca. No había necesidad de denunciarlos, dije a mis vecinos. Hay que esperar.

 

A pesar de las grescas, los dos seguían amorosos, hipnotismo recíproco, todo el tiempo pegados, pendientes uno del otro. A uno le bastaba atisbar al otro con una mirada rápida para saber qué le estaba pasando y acercarse. Reflejos, instinto, telepatía, no podían ocultarlo que sentían, lo que les estaba pasando por la cabeza, un conocimiento recíproco.  Había que verlos. A la mañana, salían juntos, cada uno a su trabajo. Alguien del edificio contó que también se los veía juntos al mediodía, que se encontraban para almorzar. Y también volvían juntos al anochecer. Juntos bajaban al supermercado. Y también juntos salían por la noche y los fines de semana los tortolitos los pasaban en el Tigre. Eran inseparables. Hay que ver cuánto les dura, decía yo. Y hablaba por experiencia. Sin mala intención ni envidia, sólo porque conozco la naturaleza humana. Quien pasó por una experiencia conyugal sabe que tarde o temprano llega el día de la grieta, que generalmente, es una noche. La grieta siempre se ve mejor de noche, puedo jurarlo.

 

No tenían chicos. En algún momento, quizá cuando empezaron a advertir la grieta, tramaron adoptar. El rumor se corrió y todo el edificio pareció aprobarlo. Por qué no iba a adoptar con tanto chico perdido que hay por ahí.  Y la búsqueda pareció encenderles otra vez el entusiasmo. Los colmaba un sentimiento de estreno, salieron a brindar y, al volver, otra vez hubo música y risas. La expectativa de una criatura, como suele suceder, venía a revocar la grieta. Empezaron las averiguaciones. El asunto era más complicado de lo que pensaban, pero no imposible. Tenían contactos, relaciones influyentes. Pero en algún momento del tramiterío y la presentación de papeles, uno se preguntó si estaba realmente seguro del paso que iban a dar y se lo consultó al otro. Estoy convencida de que pasó así. Yo, que pasé por lo mismo, puedo asegurarlo. Entonces empezó la desconfianza. Esta vez la discusión fue entrecortada, frases cortas, medidas, pero no por cautelosas menos hirientes. Si con una adopción pretendían disimular la grieta, si revocándola pensaban que iban a hacerla invisible, se equivocaban. Y una vez que esa vidita se instalara entre ellos, la responsabilidad podía resultar una carga. Qué pasaría si las cosas no funcionaban. Hablaban cada vez menos. Se podía oir el silencio como el motor de una heladera. El problema es que ninguno podía apagarlo y la heladera continuaba congelando. Pronto perdieron la cuenta de cuánto hacía que no se daban un beso.

 

En las noches, si uno veía televisión, el otro se iba a dormir. Y no dormía. Pero nunca veían televisión juntos porque eso significaba discutir por el control.

 

El silencio fue espesándose. Si una viajaba en ascensor con ellos, sentía la frialdad entre ambos. Podía cambiar un saludo y algún comentario con uno, que el otro no intervenía. Por las mañanas ya no salían juntos. Podía vérselos, cada uno por su lado salían.

 

Y ahora estas noches. Una vez más cada uno llama un delivery sin consultar al otro. Como esta noche, que uno pide empanadas y el otro sushi. Comen callados. Puede oírse el masticar de cada uno. Y como siempre últimamente  cada uno, después de comer, lava su plato, sus cubiertos, su vaso. Parecemos un matrimonio de cincuenta años, dice uno. El otro no le contesta.

 

Por qué la convivencia entre hombres iba a ser distinta, digo yo. A ver, diganmé.

 

Guillermo Saccomanno

Guillermo Saccomanno
Guillermo Saccomanno
(Buenos Aires, 1948) publicó, entre otros libros, Situación de peligro, Bajo bandera, Animales domésticos, El buen dolor, El pibe, y la trilogía sobre la violencia compuesta por La lengua del malón, El amor argentino y 77. Ha ganado el Premio Crisis de Narrativa Latinoamericana, el Premio Club de los XIII, el Primer Premio Municipal de Cuento, el Premio Nacional de Novela y el Premio Dashiell Hammett. Con su novela El oficinista (2010) obtuvo el Premio Biblioteca Breve Seix Barral. Su crónica Un maestro (2011) recibió el Premio Rodolfo Walsh. Su último libro, Cámara Gesell (2012), recibió el Premio Dashiell Hammett. Sus relatos fueron traducidos a diversos idiomas y adaptados al cine y la televisión. En la actualidad es colaborador de Página/12 y coordina un taller de narrativa.

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