Coleman

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Es el hombre que duerme en una iglesia vacía. 

Alguna vez, no mucho tiempo atrás, vivió en un departamento de un ambiente, por ciento cuarenta dólares al mes. Los vecinos eran portorriqueños que se peleaban todo el día: las voces reverberaban en los caños del desagüe y en las paredes rajadas. No había calefacción; en diciembre el hielo formaba figuras en los bordes de la ventana: un cisne, una dama antigua, un cuchillo. Él miraba desde la cama cómo esas miniaturas se derretían al sol del mediodía, cómo caían en gotas sobre el toldo de un negocio.

 

Piensa que la ciudad es cada vez más grande, hay cada vez más autos, más policías. Por todos lados carteles y edificios que no dejan ver el sol. Tendría que volver a Richmond. Hay días en que no habla con nadie. No le importa. Lo que realmente quisiera es hablar con un amigo de la vieja banda. Nasty Richard. El viejo Tomy. Hasta con Fred Lugard. Hasta con ese imbécil, piensa, quisiera hablar. Ignora dónde están, qué fue de ellos. Probablemente estén muertos o tocando en lugares más tristes que la iglesia de Saint John, donde él toca martes, jueves y domingo.

 

Alguien grita desde abajo. Eh, GC, vamos. Su vecino se enoja. Callate, negro, grita en español. Un niño llora. Se oyen ruidos de cacerolas, un televisor encendido a todo volumen, el pronóstico del tiempo en Atlanta. El locutor aconseja: lleven piloto. Ama el sol, pero odia tener que trabajar tan temprano. Cómo se puede sonar bien a esta hora. Solo a un Pastor se le ocurre. Nasty Richard dormía hasta las tres de la tarde. Si alguien lo despertaba antes, la cosa terminaba mal. Una vez golpeó al chico que le traía el desayuno en un hotel. ¿Dónde había sido? ¿En Jacksonville? En mi vida vi la mañana, decía Nasty. Ni quiero verla. No me interesa.

La voz abajo vuelve a gritar. Coleman. Tocan bocina.

Ya voy, susurra él. Tiene el estómago revuelto. 

 

Una vez anduve perdido, pero ahora he sido hallado.

Era ciego, y ahora veo.

 

Sobre el aparador, entre diarios viejos, están sus palos de madera. Lejos del borde. Envueltos en un trapo de gamuza, así no sufren la humedad. El viejo Leroy Brown le enseñó a cuidar sus instrumentos. Era el portero de su escuela, una leyenda local. Cómo proteger los platillos, cómo afinar el bombo. La temperatura ideal para los parches. La posición de las manos, de dónde sacar la fuerza, qué evitar. Son tus herramientas, le repetía Brown. En el desván de la escuela, entre escobas y baldes, tenía su batería, a la que preparaba para las actuaciones nocturnas. Él tendría 8 o 9 años y miraba los platillos relucientes; pasaba con veneración un dedo sobre el redoblante. Recuerda la voz de Brown, profunda, como de un material espeso, un bajo bien amplificado. Si descuidas tus herramientas no serás nada, le decía siempre. Él, cuarenta y dos años después, desenvuelve los palos de la gamuza con cuidado, rogando que sus manos no tiemblen. 

 

Abajo tocan bocina. Voy, dice. Se pone un gorro de lana, la campera de jean con cuello de cordero. Baja despacio las escaleras. En la pared hay un grafiti: una víbora roja y amarilla, con lentes de sol, sale de una manzana. Por la puerta entreabierta de un departamento ve a una portorriqueña amamantando; detrás, una olla hirviendo, un gato gris que se rasca contra el bajomesada. Le gustan los gatos. Siempre le gustaron. De chico tuvo uno, allá en Virginia. Se llamaba Misterio. 

 

Mi corazón entona la canción.

¡Cuán grande es Él! ¡Cuán grande es Él!

 

Aleluya. Aleluya. ¿Cuántas veces puede uno escuchar “Aleluya” antes de enloquecer? 

 

Siente las manos temblar, pero puede seguir el ritmo. El guitarrista, el mexicano Luis, está tocando notas de más. Punteos no ensayados, melodías cortas que no tienen que ver con nada. Ni siquiera es para sobresalir. Es por aburrimiento. Él lo entiende. Los aleluyas del Pastor Jones, cada vez más histéricos, tapan esa música imprevista. A Luis no le importa: mira la telaraña que nace en el cuadro VI de las Estaciones y se pierde en el techo alto.

 

La gracia me conducirá a casa. 

El Señor me ha prometido el bien.

 

En un pasillo cerca del altar, el ayudante del Pastor Jones le entrega el pago. Él no cuenta el dinero, lo guarda sin mirarlo en su bolsillo. Al Pastor le gustaría saber si te quedas a la próxima misa, dice el ayudante. Le gustaría que te quedes. No, gracias, dice él y se aleja. Ya tuvo bastantes misas en su vida. Afuera lo esperan. No quiere volver en la camioneta; los otros no insisten. Baja caminando por una vereda soleada. Lleva sus palitos en el bolsillo interior de la campera, envueltos en la gamuza. Se le ocurre que, desde lejos, el bulto de los palos debe parecer un arma; que esa confusión alguna noche le va a regalar una bala entre los ojos. 

 

Entra al bar de la 35 y Morris. No sabe el nombre del bar. El dueño lo reconoce cuando camina por el salón. Hablan. O más bien él se limita  a escuchar, apoyando los codos en la barra. El dueño le muestra distintas canciones en un aparato de Cds que acaba de comprar. Elogia fragmentos de guitarra, de voces. Le habla de las maravillas del láser. 

Él, cada vez que escucha la palabra láser, imagina una nave, un hombrecito de ojos grandes, una muerte indolora. Cuando tiene ganas le sigue la corriente y el dueño se alegra de hablar con un baterista. Sirve whisky y le pregunta cosas de la batería. Detalles técnicos, con nombres mal pronunciados, que ha leído en revistas. Él contesta con el entusiasmo necesario para lograr una vuelta gratis.  

Yo improviso, dice. El dueño lo oye, atento. Invento sobre la marcha. La música no hay que pensarla. Fluye, etcétera.

Cada frase podría venir con un etcétera final. Es el hombre que habla hastiado.

 

El dueño lo mira y se queja de que no lo dejan disfrutar. Todo el mundo lo interrumpe. Dice: pongo una canción y me llama el de la cocina o algún cliente. Termina de decir la frase y alguien –justamente- lo llama. Va a atender. Al rato vuelve. ¿Ves? Así siempre. No sé cómo hacen los bateristas para no distraerse. Cómo mueven las manos y los pies sin confundirse y sin perder el tempo. Cuenta unas anécdotas de Gene Krupa que leyó en las revistas. ¡Un genio! Podía estar horas y horas tocando. Su manejo del sock cymbal. Él se ríe, algo molesto. Nunca piensa en esas cosas. Ya no piensa en Krupa. Es como si le hablaran de la Edad Media.

 

La imagen congelada del buscador de internet muestra un edificio de diez pisos, una construcción moderna. No hay balcones ni salientes, ningún tipo de inscripción en la fachada. Solo vidrios oscuros, donde –si se afina la vista- se ve el reflejo de otros edificios.  En el cuarto piso, una luz blanca, muy limpia, interrumpe la negrura del frente. Alguien, tal vez el personal de limpieza, ha encendido una luz cuando se sacó la foto. A la derecha de la imagen, en lo que corresponde al primer piso y casi fuera de foco, es posible observar un cartel amarillo y rojo, donde una empresa ofrece en alquiler  las oficinas. De ampliarse la foto acaso se logre leer la descripción del inmueble, sus cualidades y ventajas. 

 

Michael D., vecino: “El edificio es nuevo, lo levantaron en un mes o menos. Vinieron con unos camiones, una grúa, tiraron el edificio anterior y cuando nos quisimos dar cuenta ya estaban estas oficinas. Mi esposa Doris dijo “ni siquiera hicieron ruido. ¿Cómo hacen un edificio sin hacer ruido?” “No sé”, le dije. Era realmente asombroso. “¿Y dónde habrá ido la gente que vivía ahí?”, me preguntó ella.  “No eran de lo mejor del barrio, es verdad. Siempre había problemas. Pero eran familias con hijos, había gente grande, más viejos que nosotros”.  Todo eso decía mi mujer. Una y otra vez. Se sentaba a mirar el edificio, todo el santo día. “¿Dónde han ido?”, decía. “No sé, Doris”, le contestaba. Ella está muy enferma, no quiero que se preocupe. Pero me estaba enloqueciendo. Así que le dije: “le han comprado una casa a cada familia. Estas empresas tienen mucha plata. Ni siquiera hacen ruido. Así que le han comprado una casa a cada uno.” Eso le dije. Dios me perdone la mentira. Doris se quedó en paz”.

 

El mexicano Luis se rompió el brazo derecho al caer de un andamio mientras arreglaba el techo de su casa.  Él lo va a visitar. Luis y su familia viven atrás de unos almacenes de repuesto de autos, en la calle 53. Tuvo que caminar por un pasillo largo, con neumáticos apoyados contra la pared. Había olor a nafta, macetas vacías, un triciclo tirado, la rueda delantera girando en el vacío. Permiso, dice él en la puerta. No le responden; entra. Luis está en la cama, rodeado de sus tres hijos pequeños. Su mujer trabaja en una pescadería y vuelve a la tarde. En una silla hay un montón de ropa. Hay una radio a bajo volumen: hablan del costo del petróleo. Tengo que curarme rápido, le dice Luis. Necesitamos la plata. Claro, contesta él. Le gustaría ayudarlo, pero no tiene un centavo. Me tengo que mudar, dice, para justificarse.  

No puede hacer nada, salvo distraer a Luis con algunos chistes sobre el Pastor Jones. A Luis la mención del Pastor lo deprime. El mierda me va a echar, dice. Pondrán a otro con la guitarra. No sé cuándo voy a poder tocar con este brazo así. Ya sanará, dice él. No te preocupes. Nadie te sacará el lugar. Luis mira el techo, respira con dificultad. Puta suerte, dice. Me cago en mi puta suerte. Los tres hijos se ríen cuando dice puta. 

 

Todas sus cosas entran en un bolso. Cuando tocan la puerta, ya está listo para salir. Abre, los deja pasar. Son dos hombres altos y jóvenes. Lo miran con recelo, pero su indiferencia los desarma: esperan gritos, obstinación, como en los otros departamentos. Él pide permiso y sale con el bolso. En los pasillos, adultos y chicos lloran. Hay paquetes atados con hilos. El gato gris se pasea entre el desorden de cajas y ropa tirada. Vamos de una vez, dice un policía. Nadie lo entiende. No hagan las cosas más difíciles. Un hombre de traje toma notas; unas mujeres jóvenes, vestidas con uniforme azul, consuelan a la madre portorriqueña. El bebé llora en su pecho. Apenas lo ven cuando baja las escaleras.  

 

Iban los siete en una camioneta Volkswagen pintada de rojo, propiedad de Nasty Richard. Tocaban en clubes de baile, en pequeños teatros barriales, en cabarets y antros de sindicatos. Algunas noches, tocaban dos o tres veces. Había que salir rápido del show, subir los instrumentos y correr al próximo. Así nos hicimos buenos, dice Richard. Teníamos mucho trabajo. Además del ímpetu de la juventud. Éramos un grupo divertido, girando en una camioneta en los años sesenta. ¿Qué más podíamos pedir?

 

El dueño del bar ha leído sobre The Winstons. O ha visto una foto. Él no sabe bien, no escuchó las primeras frases. El dueño no para de hablar de eso. Está excitado, le cae la transpiración por la cabeza pelada.  Parece más joven cuando se entusiasma. Él se queda mirándolo fijo. Apoyó el bolso en la banqueta de al lado. El dueño dice: no puedo creerlo. GC Coleman. Los malditos Winstons. Tenía ese disco. En vinilo. Lo señala con el dedo, está muy feliz. Le sirve un whisky grande, uno bueno. Invitación de la casa. Él agradece y sonríe. Espero no haberlo perdido en la mudanza, dice el dueño. Mi ex me tiró muchas cosas. Me gustaría escucharlo en Cd. Eso era música. ¿Sabes si está en láser? Él siente el whisky bajar hacia su estómago. Tarda un rato en contestar: no tengo idea. El dueño levanta los hombros. Está serio; luego se ríe. Los Winstons. Un orgullo tenerte aquí. Tendrías que habérmelo dicho, hermano. Esas cosas se dicen. Vuelve a llenar el vaso.  Él agradece poniéndose un puño cerrado en el pecho.

 

La gracia ha enseñado a mi corazón a temer

 

Anthony J., vecino: “Donde está ese negocio de pañales estaba el estudio. Cuando era chico me encantaba ver llegar a los músicos con sus pelos largos y las guitarras. Todos fumaban. Caminaban envueltos en humo. Mi padre decía: esos animales. Y negaba con la cabeza. El estudio estuvo cerrado mucho tiempo. Años. Cambió varias veces de dueño. Hubo una radio en una época. Creo que se incendió y después estuvo cerrado hasta que compró esta gente y reformó todo.  Les va muy bien. Venden todo tipo de pañales, hasta para gente adulta. Hay muchos viejos por la zona, así que supongo que es un buen negocio.”  

 

Leí  que han hecho de todo con ese disco tuyo, dice el dueño. Lo leí acá, dice, y señala una revista especializada. Cuenta que tiene la subscripción. Cincuenta dólares al año. Hablan de tu solo en Amen, Brother. Esos segundos en que quedas tocando a la mitad el tema. Debes acordarte. Son unos segundos, pero, madre mía, qué maravilla. Parece que han hecho de todo con ese solo. Lo cortan, lo aceleran. Lo usan otros músicos. Famosos. Del rap. ¡Hasta David Bowie! Acá está todo. Te nombran. Acá está tu foto. Con bigotes, jajaj. ¿Querés leerla? Te la presto. Deberías. ¿Por qué no? Vamos, hombre. Te la presto. Es tu solo. Mira lo que has hecho. 

 

La gracia me conducirá a casa. 

Entra tambaleándose por la puerta del costado, la que tiene la cerradura rota, y se acuesta en el último banco. Es el hombre que tirita y tiembla en la oscuridad.  Aunque no quiere, hace ruido; sus pies, embarrados, lentos, chocan la madera, que cruje. Todo parece más estridente en plena noche. El altar permanece a oscuras, al igual que el escenario donde toca con la banda. Lo único que no quiere es que aparezca el Pastor Jones. No quiere que lo vea así. ¿Ha perdido el bolso? No, no. Aquí está. Dios. Mis palos. Toca la gamuza y se tranquiliza. Pronto se disolverá la tierra como la nieve.  Han tirado mi casa. Ha caído en silencio. Todo da vueltas. Mi casa ha caído. ¿Qué puede decirme el Pastor Jones? Nada. Soy un fiel. Soy un hermano en las tinieblas. Siente las manos heladas, aunque la frente le arde. Dios mío, el sol en Virginia. Quisiera verlo. La luz en la ventana de casa. La luz en la cara de mi madre. Necesito tu ayuda, Señor. Me guiarás. Sí. Yo estaba ciego, pero ahora veo. Coloca su bolso bajo la cabeza como almohada. Siente el sueño venir. Entonces canta o cree cantar y en el canto están su madre, su padre, sus cuatro hermanos. Estaba ciego, pero ahora puedo ver. Veo en esta noche larga y negra. Este es mi corazón, Señor. Tómalo.

 

Mauro De Angelis

Mauro De Angelis
Mauro De Angelis
Nació el 8 de agosto de 1976, en Capital Federal. Desde los diez años vive en Mar del Plata, donde asistió a los míticos talleres literarios de Daniel Boggio. Obtuvo el 1º lugar en el Premio Municipal de Literatura Osvaldo Soriano 2011, en la categoría Poesía, con su libro Tierra leve; en 2009, en el mismo certamen, rubro Cuento, logró el 2º lugar. En 2013 su relato «Guapo» fue seleccionado en el Premio Itaú de Cuento Digital e incluido en la antología Mate. Un cuento suyo fue seleccionado por Pablo Capanna para integrar Más acá. Antología del género fantástico argentino (Letra Sudaca Ediciones, 2015). Ganó el Premio Alfonsina en Creación Literaria. En 2016, editó el libro de cuentos Vía Crucis (Letra Sudaca Ediciones) Ha escrito las novelas (inéditas) Tríptico de la feria, El artista de las esferas, Wilson, y, junto a Sebastián Chilano, El Lémur.

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