Blanco Artificial

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«En uno de sus cuadernos de notas, Chejov

registró una anécdota (…) la forma clásica del

cuento está condensada en el núcleo de ese

relato futuro y no escrito»

R. Piglia

 

 

¿Hay una historia? Si hay una historia, empieza hace tres horas cuando sonó el teléfono del aguante y era el Ruso.  O hace tres semanas, cuando me fue a esperar a la salida de Marcos Paz y me dijo que tenía un laburo. O hace tres años cuando lo conocí en el patio de Caseros.

Me llamo Anton Pavlovich, se presentó, pero todo el mundo me dice Ruso.

Como sea, si hay una historia tiene que ver con el Ruso. Y con el tres.

 

Pongo dos fichas de cien mangos y espero el no va más del croupier. Veo girar la bolita blanca una vuelta y otra.

Y enseguida: colorado, el tres.

Increíble.

Otra vez.

Cuando le cuente al Ruso, pienso.

 

El Ruso es ruso. No judío, ruso. De Rusia. Una curiosidad. En un ispa como este en el que a los españoles se los llama gallegos; a los árabes, turcos; tanos a los italianos o chinos a los coreanos; el Ruso es verdaderamente ruso.

Nació en una pequeño pueblito rural llamado Taganrog, en mil novecientos sesenta. Debe tener unos treinta años, aunque parece más grande. Tiene una barba canosa que le llega hasta la boca y el pelo siempre despeinado. La nariz puntiaguda y los ojos curvados hacia abajo detrás de los anteojos de marco de carey. Y una tos persistente y sanguinolenta.

Tuberculosis, dicen.

Nadie sabe bien cuándo ni cómo llegó a Buenos Aires pero todos coincidimos en que es el mejor perpetrador de golpes rápidos de la Argentina. Sabe qué recursos usar y, sobre todo, qué recursos no.

La narrativa breve del crimen, dice el Loco Richard.

Saquen esa escopeta de atrás de la puerta si no la van a usar, dijo una vez el Ruso mientras preparaba un afano en la Caja de Ahorros de Lomas. Y la frase pasó a engrosar su leyenda.

El mito.

El mito del Ruso: los golpes cronometrados, los aguantes tabicados, las salidas inesperadas. Esa rara combinación de austeridad en los medios y audacia en la ejecución.

El secreto de la efectividad, diría Richard, la economía del afano.

 

Juego al Veintidos.  El loco.

Y gano. La puta que lo pario. La gente alrededor de la mesa me mira. Dos tipos de traje gris parados cerca de la punta, sobre todo. Hay murmullos. Los tipos de traje gris cuchichean.

Son canas, fija.

La puta que lo pario.

 

Cuando el Ruso llamó hace tres horas me dio instrucciones; claras como siempre.

Concisión.

Precisión.

Rajá, Blanco, me dijo. Cayó el aguante del Loco Richard y no sabemos si cantó. Fijate dónde pasas la noche. Tratá de no llamar la atención. Nos vemos a las seis en la esquina de Osorio y Alberdi.

Así que terminé el pucho. Dejé los papeles que estaba leyendo en la caja. Guardé el treinta y ocho en la cintura, los documentos, la guita y salí a la calle.

¿Dónde mierda se puede meter uno en una noche verano en Mar del Plata?

El teatro, pensé, un restaurante. En un quilombo. Pero, haciéndole honor a mi apellido, estoy blanco como un papel. Un blanco lechoso. Artificial. De tipo que acaba de salir de la gayola.

Tratá de no llamar la atención, había dicho el Ruso.

Así que bajé caminando por Entre Ríos hasta la Avenida Azabache y crucé la plaza en diagonal hasta el único lugar donde mi blanco artificial puede parecer natural.

 

Cambio de mesa.

Le pido un whisky a una piba rubia con un par de tetas que parecen planetas. Pispeo de reojo a los tipos de traje gris, que parecen no mirarme. El par de tetas planetarias me trae el whisky. Prendo un pucho. Pongo trescientos mangos al veintiocho, las tetas.

No va más.

Rueda la bola.

Negro, el veintiocho.

Murmullos. Los tipos de gris vuelven a mirarme.

Es un montón de guita, pienso.

Juego al treinta y dos, el dinero.

Gano.

El miedo: negro, el diez.

Gano.

Pido otro whisky, que me empieza a bailar en la bocha, y pongo una pila de fichas al catorce.

Y gano.

 

No es un laburo complicado y podemos levantar buena plata, dijo el Ruso tres semanas atrás cuando me fue a buscar a la salida de Marcos Paz, pero hace falta tener dos partes de huevos. Cuatro días en Mar del Plata, cinco máximo, y nos volvemos con trescientos mil mangos cada uno, dijo.

 

Los tipos de gris me miran sin disimular, ya. Comentan cosas. Si son seguridad del Casino no tengo más que actuar con naturalidad. Tarde o temprano voy  perder y listo. A otra cosas. Si son ratis tengo que sacármelos de encima antes ir a encontrarme con el Ruso. En cualquier caso tengo que dejar de llamar a atención.

Hay gente alrededor mío, copiándome las apuestas.

¿Dónde andará el Ruso?

Los tipos de gris hacen como que no me ven. Deben ser del Casino, me convenzo. En cuanto pierda dos o tres manos seguidas, se acabó el problema. Tengo que aguantar hasta las seis menos cuarto.

Miro el reloj. Cuatro y veinticinco.

Cinco gambas al cuatro. Cinco al veinticinco.

Parece mentira: negro, el cuatro.

 

En esa caja hay unos apuntes. Son del dueño del bulo, había dicho el Ruso cuando me mostró el aguantadero. Es escritor. Si te aburrís los podés leer, pero dejáselos de nuevo ahí. Es un buen pibe. Renzi, se llama. Ahora vive en Buenos Aires. En el Hotel Almagro, a la vuelta de la Federación de Box. Me debe un par de favores y nos prestó el lugar por unos días sin hacer preguntas.

Leo. Es una historia trágica. Unos tipos que hace como veinticinco años afanaron un banco en San  Fernando, mejicanearon a todo el mundo y rajaron con la guita a Montevideo.

Las cosas nunca salen como uno piensa, leo, la suerte es más importante que el coraje, más importante que la inteligencia y las medidas de seguridad. El azar, paradójicamente, está siempre del lado del orden establecido.

 

Juego al doce.

Al veinte

Al diecinueve.

El blanco artificial de las luces sobre el blanco artificial de mi piel sudorosa.

Gano. Gano. Gano.

Amontono fichas en los bolsillos y pido más whisky.

 

Tirado en la cama leo los apuntes del tal Renzi. Ya en Montevideo los tipos cayeron en una ratonera de la policía y, después de resistir una pila de horas, prendieron fuego la guita antes de que los hicieran mierda.

Renzi escribe que los héroes deciden enfrentar lo imposible y resistir, y eligen la muerte como destino.

 

Qué mala suerte, pienso. La yeta.

Juego al trece, primero. Negro, el diecisiete; después.

Gano. Gano.

Menos de dos horas para las seis. Vigilo a los tipos de gris que me vigilan. Creo que hablan con alguien más por un handy pequeño, por un auricular. Si son canas ya deben tener mi descripción y estoy jodido.

Juego, por inercia, a un número cualquiera.

Gano otra vez.

Es ridículo, debo llevar ganado medio millón de mangos.

Trata de no llamar la atención, había dicho el Ruso.

 

¿Hay una historia? Si hay una historia termina acá. El whisky me labura la cabeza que se  me llena de palabras. Los tipos de gris, sin ningún recato ya, se separan, uno de cada lado de la mesa, y se acercan a mí. Las posibilidades de escapar son casi nulas.

Cayó el aguante del Loco Richard, no sabemos si cantó.

Uno de los tipos de gris apura el paso, el otro lleva la mano a la cintura. Lo imito. Confirmo que el treinta y ocho esté en su lugar.

Juego una pila de fichas al revolver. El siete.

Saquen esa escopeta de atrás de la puerta si no la van a usar.

No va más, grita el croupier mientras la bola gira y gira.

La suerte es más importante que el coraje, más importante que la inteligencia y las medidas de seguridad.

Me laten las sienes, me transpiran las manos. Me juego a esta bola.

Pero hace falta tener dos pares de huevos.

Colorado, el siete; canta el croupier.

La gente murmura. Los tipos de gris están muy cerca. Demasiado cerca.

Hagan juego, dice el croupier. No apuesto.

Espero que el Ruso pueda zafar, pienso.

Los héroes deciden enfrentar lo imposible y resistir y eligen la muerte como destino.

Saco un puñado de fichas de cada bolsillo y las lanzo al aire en el momento que el croupier dice no va más. Hay un tumulto. Una avalancha de gente empuja tratando de alcanzar las fichas cien, de doscientos, de quinientos.

Agarro el treinta y ocho de la cintura y me lo llevo a la sien. La multitud pelea por las fichas, la bolita gira y gira. Nadie me mira salvo los tipos de gris que se desesperan por llegar a mí. Gritan algo pero no los oigo.

Entonces: colorado, el dieciocho. La sangre.

Y eso es todo.

 

 

Kike Ferrari

Kike Ferrari
Kike Ferrari
nació en julio de 1972 en Buenos Aires. Es hincha de River, cinturón negro de Taekwon-do, bebedor de cerveza y amigo de sus amigos. Su trabajo incluye las novelas "Operación Bukowski" (2004); "Lo que no fue" (2009); "Que de lejos parecen moscas" (2011) y “Punto ciego” (2014), escrito a cuatro manos con Juan Mattio; dos libros de cuentos "Entonces sólo la noche" (2008) y “Nadie es inocente” (2014), del que salió este relato, y un volumen de artículos y ensayos breves, "Postales Rabiosas" (2010). Colaboró como cronista policial y literario en diversos medios digitales y de papel. Fue co-editor del fanzine Juguetes Rabiosos y actualmente es parte del consejo editorial de la revista La Granada. Su obra ha sido traducida al francés y al inglés y publicada en Argentina, Cuba, España, Francia y México. Fue premiado por el Fondo Nacional de las Artes (Argentina), Casa de las Américas (Cuba) y en la Semana Negra de Gijón (España). También fue finalista de dos premios en Francia: el Grand Prix de Littérature Policière y el Prix SNCF du polar. Vive en Buenos Aires con su compañera, Sol, y con Juana, Severino y Matilda, sus tres hijos. Trabaja en el subterráneo de Buenos Aires y es delegado de base del combativo sindicato del subte.

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