Aquel tímido lector

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“Dicen que los escritores escriben porque son inseguros”.  Terminé de escribir esas ocho palabras iniciales de un relato destinado a evocar los 20 años de los Ciclos Planeta para #LaPalabraPrecisa cuando me llega la noticia de la muerte de Ricardo Piglia. De pronto ese comienzo se transforma en el epítome de la banalidad. Y aunque nunca tengo en la cabeza un orden claro de lo que escribiré, ya nada de lo poco que se me había cruzado guarda sentido.

Él, el más prestigioso crítico literario de nuestro país y una celebridad mundial, será desde este momento el protagonista de cientos de artículos que tratarán de explicar el alcance de sus dones y qué nos quiso decir. No me meteré en esas lucubraciones a las que no tengo acceso, más allá de mi condición de lector estadístico.

Mi cabeza se instala en cierto día en que escuchaba yo un reportaje radial que le hacían. Él en New Jersey, donde está la Universidad de Princeton y de cuyo Department of Romance Languages and Literatures era director.

De pronto le escucho decir que la base de su formación literaria se la debía a la Biblioteca Municipal de Mar del Plata. Sabía que Mónica Bueno, profesora e investigadora en la carrera de Letras, era su amiga y por su intermedio le pedí a Piglia que nos contara brevemente esa relación.

La idea era colgar ese escrito en la sala de lectura de la Biblioteca. Esa misma sala que es símbolo de uno de los varios fracasos de muchas de las iniciativas que tuve como titular de Cultura en esa ciudad. La idea era tenerla abierta las 24 horas, tal como ocurre con la Biblioteca del Congreso. Ocurre que muchos chicos estudian ahí. Sería un servicio muy apreciado y útil según lo veía y lo sigo viendo yo.

Claro está, muchos de esos chicos son de bolsillo flaco. Encuentran allí un espacio para estudiar que a veces no tienen en sus casas, y encima tienen a su disposición y gratis todos los textos que forman parte del fondo bibliográfico que atesora la Biblioteca.

Pensaba yo en que un chico sin recursos podía, en los momentos de pausa en la concentración, levantar la vista y leer cómo otro chico como él, que accedía a los libros gracias a la Biblioteca Municipal, había llegado en su campo a la cima del mundo académico. Era una manera -al menos simbólica- de igualar oportunidades.

Ese primer verano (1958) yo me pasaba la mañana en la playa y el resto del día en la sala de lectura del segundo piso (¿o era el primero?) y cuando la biblioteca cerraba me iba a mi casa con dos o tres libros y me pasaba la noche leyendo. Leí más en esos meses que en toda mi vida, quiero decir que después ya casi no volví a leer de ese modo (con la pasión deslumbrada de quien cree descubrir toda la literatura concentrada en un solo lugar, como quien tiene en un escondite en la ciudad, un sitio mágico en el que lo espera todo lo que puede desear).

Por aquel entonces la Biblioteca estaba dentro del Palacio Municipal. No era ni el primero ni el segundo piso, sino el tercero. Los archivos de las fichas estaban en cajones larguísimos de roble. Allí uno los abría a su antojo y trataba de encontrar lo que estaba buscando. Recuerdo también archivos de esas fichas en armarios cilíndricos de metal que los empleados hacían girar con destreza incomparable.

La Biblioteca tenía un olor especial. Tantas fichas. Tantos libros. Pisos de pinotea que, aunque siempre limpios, crujían. Los pupitres también de roble … ¿dónde estarán?.

Estuve casi tres años en Mar del Plata y leí (imagino a veces) todos los libros y cuando me fui a estudiar a La Plata en el verano del 60, ya era otro, era el lector que soy ahora, y muchas veces a lo largo de mi vida he vuelto a recordar la biblioteca de Mar del Plata, donde todo empezó para mí, con la sala tranquila, con las enciclopedias en los estantes bajos de la izquierda y el reloj en la pared del frente, como si esa biblioteca fuera (también para mí) una forma de la felicidad. Desde entonces he trabajado en muchísimas bibliotecas del mundo pero nada se puede comparar con mi experiencia en aquella pequeña biblioteca de provincia donde leí por primera vez alguno de los libros que he leído luego a lo largo de toda mi vida.

Recuerdo que cuando tomaba el ascensor y bajaba por la salida lateral que daba a la calle Luro, no podía esperar hasta llegar a mi casa (yo vivía en España y Belgrano) y me paraba en la vereda a hojear los libros que llevaba conmigo. Yo era, en aquel tiempo, más inteligente y más apasionado de lo que nunca fui después, una especie de Raskolnikov tímido, solitario y empecinado como el estudiante de Dostoievski. En aquellos años descubrí la literatura como quien entra por primera vez en un país desconocido y tuve la suerte increíble de tener a mi disposición todos los libros que quería leer.

Releo este testimonio y me lo imagino tímido como él mismo se catalogaba. Leyendo para darle sentido a su juvenil soledad de entonces. Y por eso me digo que tal vez aquella primera frase con la que yo intentaba escribir otra cosa no era tan banal y acaso tampoco casual: dicen que los escritores escriben porque son inseguros.

También fui, como él, joven y niño en un siglo XX que nos prometía un futuro cercano de autos que volarían, máquinas que harían todo por nosotros y el ansiado encuentro con extraterrestres. Embelecos fraguados vaya a saber dónde, diría Don Georgie. Esa tierra prometida no retrocedió a las cavernas. Podríamos encontrar ahí algo de la nobleza que es consustancial a lo natural. No! regresamos al oscurantismo medieval, con guerras santas y castigos divinos. El mundo suicidándose y las mascaradas democráticas construyendo más armas para que consumemos nuestro delirio.

En este escenario la evocación de aquellos políticos del pasado no muy lejano parece un cuento naif donde ahogar definitivamente nuestro espíritu devastado:

Esa biblioteca que me cambió la vida la habían hecho (como tantas otras en el país) humildes y activos militantes socialistas, muchos de los cuales durante años dirigieron la ciudad. Eran extraños políticos de una raza extinguida, políticos que creían que la cultura era un bien que debía estar a disposición del que pudiera usarla. Habían pensado que esa biblioteca debía contener una gama amplísima de libros de literatura y de filosofía para que un joven recién llegado pudiera ilusionarse con tener a su alcance todos los libros que quería leer y pudiera también imaginar en el futuro que él mismo podía llegar a escribir libros. Por todo eso, claro, siempre le voy a estar agradecido a quienes no tuvieron otro ideal que hacer de la política una forma de la cultura y de la solidaridad.

Mi último contacto con Ricardo Piglia fue para invitarlo a coordinar un encuentro de escritores en Villa Victoria pues esa casa cumplía 100 años.

En su respuesta por email declinó diciendo que no compartía el entusiasmo por Victoria pero me recomendaba a una amiga suya, célebre académica argentina, que sí había abordado entusiasmada la vida de la mayor de las Ocampo. Otra muestra de su honestidad intelectual.

Ya ven… no mencioné ninguno de sus libros. Otros lo harán con una autoridad que yo no tengo. Sintonizo mejor con un sentimiento compartido por la misma ciudad, el aporte que los libros puden hacer para cambiar la vida de la gente y el homenaje a los políticos que hoy nos parecen como los extraterrestres que seguimos esperando.

Nino Ramella
Nino Ramella
Periodista y gestor cultural. Fue corresponsal del diario "La Nación" en Mar del plata. Presidió el Ente de Cultura de Mar del Plata. Profesor en el posgrado de Gestión en Cultura y Comunicación de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales. Creó y presidió el Gabinete Social del Instituto Cultural de la Provincia de Buenos Aires.

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