A un ladrido de la humanidad

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Soy una de las pocas chicas que viaja a Tandil a dedo. La mayoría tiene miedo; las otras tienen auto o toman el micro. Preferiría ahorrarme las horas que paso parada en la banquina, con el pulgar suplicante. Pero los libros de Agronomía son caros y sólo puedo comprármelos con la plata que mis padres me dan para los pasajes de ida y vuelta.

El lunes llegué a la ruta a las seis y media, cuando comenzaba a amanecer. Recién a las nueve y cuarto paró una camioneta roja, conducida por un pibe de unos 30 años, con una jaula en la caja. Cuando subí a la cabina y le pregunté hasta dónde iba, oí los primeros ladridos. Giré la cabeza y a través de la luneta descubrí que en la caja, cubierta por la cúpula, viajaba un doberman inmenso.

-Hasta Juárez- contestó el pibe.

-Yo voy a Tandil, a la Facultad- informé.

-No sé dónde queda la Facultad- repuso el pibe. Avisame cuando estemos cerca- agregó.

Era distinto a los tipos que habitualmente me llevaban o me traían. Como los otros, este también transportaba o iba en busca de algo. Pero, en cambio, no trabajaba en el campo y no solía transitar por esa ruta. Además, me miró las tetas de una, sin disimulo.

-No tengo trabajo. Me ofrecieron cien dólares para llevar este perro a Juárez y traerlo de nuevo a Mar del Plata. Allá, en un campo de Juárez, van a aparearlo con una perra doberman. Después, los dos dueños van a repartirse los cachorros- me contó.

-Cien dólares… ¿Con la nafta incluida?- pregunté.

-Sí, la nafta la paga el dueño de este- cabeceó hacia la caja-. Y la comida el dueño de la perra. Cien dólares limpios.

-Qué bien- comenté.

-No creas- puso en duda-. Son cien dólares hasta la próxima changa. Hasta la semana que viene o hasta dentro de dos meses…

El doberman nos observaba a través de la luneta.

-¿Qué pensará?- pregunté, señalando la caja. Me aburría viajar en silencio y, he aprendido, que cuanto más le hablás al conductor desconocido, se reducen las posibilidades de que se ponga pesado.

-El perro… Nada. Qué va a pensar…

-Bueno… No digamos pensar… Digamos sentir o intuir; algo debe sentir: miedo, confusión, entusiasmo…

-Sí. O las tres cosas juntas- dijo mi chofer circunstancial.

Manejaba sin desconcentrarse, con la vista fija en la ruta.

-¿Envidia?- me pregunté-. ¿Envidiarán a los humanos? Él viaja en la caja y nosotros en la cabina…

-Vas a reírte- avisó, mirándome por primera vez-. Pero siempre, desde chico, creí que los animales eran hombres o mujeres muertos, y que los humanos habíamos sido animales en otras vidas.

-¿Creés en la reencarnación?- pregunté.

-No sé. Creo que terminamos siendo lo que merecemos ser de acuerdo a nuestro comportamiento como personas. Un violador, cucaracha o caracol. Un asesino, cocodrilo. Ladrón, sardina…

No pude contener la risa. Por suerte, no lo tomó a mal y también se rió.

-Pero eso no es todo- dijo, animado-. Creo que hay categorías y que hasta los tipos más crueles y despreciables consiguen otra oportunidad. De rinoceronte a jabalí; de jabalí a cerdo; de cerdo a mosca; y de mosca, tal vez si no es muy molesta, a gato o perro. Primero, callejeros. Y en la vida siguiente, en la inmediatamente anterior a la humana, gatos siameses o perros de raza.

-Como el doberman- agregué.

-Sí, este ya está cerca de viajar en la cabina. Igual, no puede quejarse: lo espera una doberman que debe ser, trasladándola a escala humana, una modelo de veinte años.

Sé diferenciar entre quienes se proponen impresionar con sus opiniones y los que impresionan sin siquiera sospecharlo. Este tipo avanzaba por la ruta con el único propósito de reunir a la pareja de perros y regresar con sus cien dólares.

-¿Por qué paraste cuando me viste haciendo dedo?- quise saber.

-No lo sé. No todo tiene explicación. Tal vez cinco minutos antes o cinco después, seguía de largo- respondió.

Ya no habría posibilidad de conocerlo más. Un cartel indicaba que faltaban cinco kilómetros para la entrada al complejo universitario.

-Siguiendo tu teoría, tal vez estos doberman hayan sido amantes frustrados en otra época: Romeo y Julieta; Camila y el cura español. Tal vez seas testigo de un reencuentro histórico, anhelado por sus protagonistas durante siglos- divagué.

-¿Me están cargando?

-No.

-¿Quiénes eran esos… Camila y el cura?- preguntó.

-Ahí- señalé un cartel-. Es el camino a la facultad. Me bajo. Si alguna vez volvemos a encontrarnos, te cuento quiénes fueron.

-No creo. Nunca ando por estos lados.

-Bueno… Es cierto. Yo, hasta el viernes a la tarde   estoy acá. Y vos vas a volver mucho antes. Muchas gracias por traerme- dije y me bajé. Me quedé saludándolo con un brazo en alto, mientras veía cómo se alejaba por la ruta.

El regreso

El viernes salí de clase a mediodía; almorcé, armé el bolso y fui hasta la ruta. Con suerte, antes de las seis estaría en Mar del Plata. Pero a las seis, evidentemente sin suerte, aún estaba parada junto al cartel que indicaba el acceso a la Facultad. Los vehículos pasaban ya con las luces encendidas. Me propuse esperar diez minutos más y, si no paraba nadie, tomar el micro de las 19. De pronto, una camioneta roja, con cúpula, frenó cincuenta metros más allá del cartel.

-Qué casualidad…-dijo el pibe.

-¿Me llevás?-pregunté, eufórica.

-Por qué no…

-¿Y el perro?- pregunté al subir y ver que la caja estaba vacía.

-No era Romeo- contestó-. O la perra no era Julieta. Tal vez… -hizo un esfuerzo por recordar-. ¿Cómo se llamaban los otros dos?

-Camila y Ladislao.

-¿Quiénes eran?

-Primero contame qué pasó con el perro.

-El perro… El perro me obligó a estar toda la semana en Juárez a la espera de que la perra se dejara.

-¿No se dejaba?

-No. El primer día, nada. El segundo, tampoco. El dueño de la perra decía que eso solía ocurrir y, por teléfono, el dueño del perro me pedía paciencia, que iba a pagarme más de lo pactado. Pero el miércoles, cuando corrí las cortinas de mi habitación, ¿qué veo? La perra, muy perra, gozando debajo de un sarnoso, raza perro, que gozaba con la lengua afuera.

Me reí a carcajadas. Ya era totalmente de noche y en la ruta sólo se veían las líneas de luz que proyectaba la camioneta.

-Con razón no quería saber nada con el doberman-dije.

-El doberman atacó al sarnoso, ahí como estaba, subido a la perra, y le zampó varios mordiscos. Enseguida se acercaron los peones y el dueño de la perra. No sé cómo, pero el sarnoso logró escapar. Entonces, el doberman, furioso, sin presa a la vista, arremetió contra la perra. Cuando su dueño disparó al aire, la perra ya tenía media oreja menos y el cogote sangrando. La segunda vez, apuntó al perro. Lamentablemente, falló…

-¿Cómo, lamentablemente?- reaccioné. Pobre animal…

-Pobre animal…-repitió-. El muy desgraciado se escapó y no volvió a aparecer.

-No era para menos-comenté.

-Por teléfono, el dueño me ordenó que lo buscara y lo encontrara, sí o sí. Lo busqué. Todo el miércoles, el jueves y hoy. Hasta que llamé al dueño y le dije que, sí o sí, volvía a Mar del Plata. ¿Sabés qué me contestó? Que no pensaba pagarme ni un centavo. Ni un centavo- gritó-. Estuve una semana pendiente de ese maldito perro para no cobrar una moneda.

No se me ocurrió nada que pudiera consolarlo.

-El dueño de la perra me dio para la nafta y me preguntó si no querría algún cachorrito, mezcla doberman con…

-Sarnoso- interrumpí-. Nos reímos al mismo tiempo.

-Ahora voy a devolverle la camioneta a ese desgraciado. Tengo ganas de pelearlo.

-No vale la pena- le dije.

La estación de servicio que iba agrandándose lentamente mientras avanzábamos por la ruta, me hizo recordar las horas que llevaba sin comer. Pensé que no sería una mala idea frenar y pedir un par de hamburguesas.

Martin Kobse
Martin Kobse
Nació en Chivilcoy, aunque vive en Mar del Plata desde niño. Es periodista y locutor; actualmente cursa un posgrado en Docencia Universitaria. Sus cuentos han sido publicados en antologías, diarios y revistas.

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