#LaPalabraPrecisa

#92

Relato

12/02/2016

Santiago Kovadloff

Las huellas del rencor

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Nnació en Buenos Aires, donde reside. Graduado en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires, es ensayista, poeta y traductor de literatura en lengua portuguesa. Tradujo, entre otros, el Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa (Emecé, 2000). Ha publicado hasta la fecha cuatro libros de relatos para niños y nueve volúmenes de poesía. Colabora en el diario La Nación. Integran su obra ensayística los libros El silencio primordial (Emecé, 1993), Lo irremediable (Emecé, 1996), Sentido y riesgo de la vida cotidiana (Emecé, 1998) y La nueva ignorancia (Emecé, 2001), todos ellos permanentemente reeditados. En 1992 obtuvo, como ensayista, el Primer Premio Nacional de Literatura. En 1998 se incorporó a la Academia Argentina de Letras. En 2000 obtuvo el Primer Premio de Poesía de la Ciudad de Buenos Aires. Desde 2010 es miembro de la Academia Argentina de Ciencias Morales y Políticas.

Capítulo 1

En búsqueda de la república perdida

De duelo y desamparados

 

Con la oscura muerte del fiscal Nisman, los promotores y cómplices del atentado contra la AMIA vuelven   a reírse de nosotros. Suman, a aquel atentado, uno más. Esta vez, contra la ya mermada credibilidad pública de las instituciones fundamentales de la  República.

El entramado siniestro que vincula a los servicios de Inteligencia con el Gobierno alcanza ahora tal grado de transparencia que la sociedad en su conjunto se siente desamparada en todo aquello en lo que tiene derecho a contar con protección. Hasta esos tenebrosos servicios se han fragmentado en intereses contrapuestos. Y si hoy quienes integran esas bandas se combaten entre sí es, en muy buena medida, por obra del Gobierno. Un gobierno que en todo necesita dividir para reinar.

Pocas veces, insisto, resultaron tan evidentes el encubrimiento, la mentira y la necesidad de resguardar a los responsables centrales, ya no sólo de ese atentado terrorista ocurrido hace más de dos décadas sino a quienes tienen y tuvieron la responsabilidad de esclarecerlo y no lo han hecho. Un hombre iba a presentar pruebas que involucraban en ese encubrimiento a las máximas autoridades del país. Ese hombre fue encontrado con un tiro en la cabeza. En la noche de ese mismo lunes la Nación marchó avergonzada por las calles de la República. Horrorizada por lo mucho que se ha hecho desde el poder político para impedir que se conozca la verdad. Estamos de duelo. Lo estamos todos los argentinos.

A lo que ya ignorábamos, se suma ahora el efecto que sobre nosotros tiene lo que empezamos a saber. A todos nos embarga la angustia que nos produce la muerte del fiscal Nisman. ¿Lo mataron? ¿Lo indujeron a matarse? Hay algo más radical que las respuestas a estas preguntas. Alguien necesitaba que desapareciera. Y desapareció. El terror sigue operando entre nosotros. El terror enquistado en el Estado. La magnitud de esa evidencia nos abruma. Excede la posibilidad de comprensión colectiva. Nos miramos unos a otros con el mismo desconsuelo. Buscamos en quienes nos rodean una palabra que amortigüe nuestra desolación. Una idea orientadora. Un concepto que eche luz sobre este ensañamiento de la desgracia con el país. Que permita superar el desaliento que nos invade.

¿Obrará con justicia la Justicia? ¿Podremos alguna vez volver a confiar en quienes tienen el deber de repre- sentarnos? Nuestra desconfianza nos arrasa. Me refiero a nosotros, los que la sentimos. No a quienes la inspiran. El tiempo dirá si los días volverán a pasar en vano o nos brindarán el reparo que tantos de nosotros necesitamos: el de la verdad, el de la ley.

Deudos. Todos deudos. Eso es lo que somos los argentinos. Deudos unos de otros. Deudos del ideal comunitario. Nisman nos representa. No como fiscal que iba a declarar sino como víctima que ya no podrá hacerlo. Pero algo más nos pasa. Estamos decididos a que no sólo nos represente ese cuerpo sin vida, ultrajado por el terror. Somos también los que marchamos. Hombres y mujeres que no temen hacerse ver como una Nación de desamparados. Como una comunidad de solos. Gente que no tiene quién la represente. Gente burlada. Gente que para saber qué significa debe mirarse en el espejo del terrorismo. De ese terrorismo que en la Argentina sigue en pie. Que ejerce con jactancia y omnipotencia   su oficio criminal. Que se entrama con el poder  político. que lo envuelve y se abraza a él y se confunde con él. De ese terrorismo que mancilla la justicia. Que la somete. Y cuando no la somete, la mata. Ese terrorismo es mafia. La cara nueva, en la Argentina, de la vieja corrupción.

Marchamos. Enero ya no quema: congela. Nos recorre el frío del dolor, de la desesperación, del más hondo desencanto. Ya no anochece, ya no amanece entre nosotros. Un solo día gris es todos los días donde el terror tiene la última palabra. ¿Hasta cuándo será, entre nosotros, 18 de julio de 1994? ¿En qué año estamos? ¿1977, 78, 79?

¿Dónde están los criminales? Marchamos. Marchamos para decirles que no tendrán para siempre la última palabra. Que no nos vamos a resignar. Estamos a la intemperie. Y si hay que vivir a la intemperie, vamos a vivir a la intemperie. Lo que no vamos a hacer es dejar de marchar. Nuestro rumbo es la dignidad que nos busca a nosotros más que nosotros a ella. Somos los que marchan. Somos los que vagan por las calles del país juntos y contra la desolación. Y le decimos no al silencio. Al silencio vergonzoso en el que caen los que a estas horas deberían hablar y no lo hacen. Los que deberían representarnos y sólo se representan a sí mismos. Marchamos. No le tememos a la muerte porque muerte es la vida que se nos quiere imponer mediante el terror. Muerte es la mentira en la que se nos obliga a vivir. Muerte es el delito con el que se nos quiere avasallar. Le tememos, sí, al poder de los corruptos. Al poder perverso enquistado en la apariencia democrática del poder.

Marchamos para denunciar a los que vuelven a sembrar el horror de los años 70. Para desenmascarar los muchos rostros de ese horror que nos sonríen desde los balcones del poder. Marchamos para decirles que sabemos lo que son. Que sabemos que son mafiosos. Que han hecho del país un prostíbulo. Y que el prostíbulo les rinde. Y que lo quieren así. Y que nos quieren a todos así, sirvientes del miedo y la ignorancia, dinados no a la ley sino a la mentira. A la farsa que vacía de valor a las palabras.

No marchamos porque confiamos en las instituciones, sino para confiar en ellas alguna vez. Para que ellas algún día estén a la altura del dolor de millones de argen- tinos. Marchamos porque algo esencial en nosotros no se resigna a la vergüenza de no ser ciudadanos. Marchamos para decir y decirnos unos a otros que no tenemos porvenir si a ese porvenir no lo sustenta un presente de más calidad que este que nos abruma con sus asesinos, sus traficantes de dinero, sus demagogos y sus narcos.

¿Cuál es la lección que han aprendido nuestros gobiernos sucesivos desde el día en que la AMIA voló en pedazos? ¿La lección propuesta por la complicidad con el crimen? ¿La lección que estafa a los corazones de quienes lloran a sus muertos? ¿La lección de impunidad de los que trafican con los valores primordiales de la   Nación?

¿Qué lección han aprendido? ¿La que exige arrodillarse ante los terroristas? ¿La lección maloliente de la podredumbre política de los que sólo creen en el poder? ¿Todo se vende? ¿Todo se compra? ¿Y qué es el Parlamento argentino? ¿El sumidero de la dignidad? ¿Qué se ha hecho de nosotros?

Marchamos, marcharemos una y mil veces. La muerte es el pan diario con el que nos alimenta la corrupción. No otra cosa. Le tememos a la cobardía. A la indiferencia. Al egoísmo. A la insensibilidad. A todo lo que adormece la conciencia de esta Argentina empobrecida. Arrancada a la esperanza por quienes tienen el deber de sembrar esperanza.

Tenemos memoria. Ya sabemos adónde lleva el terror. Y adónde conduce la justicia si se la practica en serio. Y marchamos por  justicia.

 

 

Las huellas del rencor

 

Tras la asunción de Raúl Alfonsín como presidente de la Nación, en diciembre de 1983, buena parte de los intelectuales argentinos se entregó a una disputa enconada: determinar quiénes, entre ellos, habían contribuido realmente al derrumbe del Proceso Militar: si aquellos que, por distintas razones, se habían ido del país durante los años de plomo o aquellos que, por iguales motivos, habían permanecido en él.

La feroz intransigencia con que esos hombres y mujeres, lúcidos en tantos aspectos, necesitaron agredirse unos a otros, dio forma a dos bandos irreconciliables empeñados en demostrar que la única conducta adecuada había sido la propia. Esa confrontación implacable dañó profundamente la cultura del país pero no sorprendió sino a los distraídos. Probó una vez más que, en nuestra turbulenta historia nacional, el maniqueísmo preservaba intacto su lugar protagónico.

Casi treinta años después, aquella dicotomía encarnizada vuelve a ganar la plaza. El propósito de instrumentar políticamente la tendencia a las contraposiciones tajantes y al enfrentamiento sin mengua, doblega, de nuevo, nuestro discernimiento. Pero ya no se trata sólo de los intelectuales. Los Kirchner advirtieron mejor que nadie lo alta que podía llegar a ser la rentabilidad de esa disposición a la intolerancia, a la subestimación franca del derecho y el parecer ajenos. Y supieron capitalizarla. En ella fundaron su concepto del poder. A ella sometieron la práctica de la ley y la democracia, la caracterización del adversario y el destino de la República.

Hoy, las huellas del rencor se multiplican. Rebasan los muros del cenáculo intelectual y se proyectan sobre la vida cotidiana. El rencor está en la calle. Se alimenta, al igual que Asterión, de carne humana. Alentado por el oficialismo mediante un discurso reduccionista, cuyos acentos sobresalientes son el desprecio y la jactancia, ese rencor se asienta en disyuntivas tajantes por las que aún se muestran atraídos muchos argentinos. No hay matices. No hay término medio. El Bien y el Mal lo absorben todo. No hay lugar para nadie que no esté adscripto a uno de estos polos. Se trata de optar entre la mentira y la verdad.

Las huellas del rencor se han advertido también en las relaciones interpersonales. Se plasman más allá de la disidencia entre intereses económicos o sectoriales. Más allá de las tensiones razonables entre el Estado, los gremios y las corporaciones. El rencor ha irrumpido en la intimidad. Amistades de muchos años ven quebrantada su fortaleza por la imposibilidad de disentir sin violencia cuando se habla de política. La crispación brutal con que el matrimonio gobernante suele tomar la palabra ejerce su efecto deletéreo sobre quienes, conversando, se deslizan de pronto hacia la actualidad y terminan enfrentados con la misma saña con que pudieron haberlo hecho, hace cinco siglos, católicos y protestantes o, hace siete décadas, quienes se mostraban a favor o en contra del Eje. No hay transigencia. La irreductibilidad de las posiciones campea sin freno y obstruye el intercambio de ideas cada vez con más frecuencia y en las circunstancias más inesperadas: en la casa de un amigo, en un almuerzo entre compañeros de trabajo, en un encuentro nocturno de parejas cercanas. Es indudable que, en la Argentina, ha renacido cierto interés por la política. Pero con más energía aún se ha diseminado el odio al disenso, la necesidad de ahogar en la uniformidad de criterio toda discrepancia. Siguiendo el patético ejemplo brindado por el Gobierno, un pronunciado sectarismo empieza a advertirse en la vida privada. La desconfianza generada por las disidencias políticas desbarata la espontaneidad e impone cautelas y suspicacias que envenenan los vínculos. Poco a poco se ha ido extendiendo la convicción de que no hay convivencia posible con quienes sostengan una opinión distinta de la propia. La tesis paranoide desplegada por un oficialismo que se considera emplazado por enemigos y detractores que no dejan de conspirar, influye en el mundo de los afectos y fragmenta aún más a una sociedad ya escindida. Es sobre todo en la clase media donde los desacuerdos políticos operan con furia inaudita; es allí donde la radicalización en los juicios se deja ver con más evidencia y donde alcanza su poder de ruptura más  hondo.

Sé de muchos que, en ambientes ideológicos con los que están identificados, ya no se atreven a pronunciar los nombres de personas a las que estiman pero que no comparten con ellos un mismo diagnóstico sobre la realidad. Temen el repudio de los suyos. Temen despertar  la ira e incluso la duda sobre su fidelidad al credo común. Una autocensura creciente desplaza la libertad de juicio y va ampliando la lista de indeseables que ya no deben formar parte del círculo de allegados. La incidencia de lo político puede más que lo afectivo y la necesidad de consensos sin fisura empieza a preponderar donde anteriormente reinaba el placer de conversar en un clima sin restricciones. Y así como la pareja que ha estado sentada en el sillón de Rivadavia los últimos 11 años no se ha cansado de repetir que o se está con el país (es decir, con el gobierno) o se está contra el país (es decir, contra el gobierno), así proceden también quienes, no tolerando la menor discrepancia con su comprensión de los hechos, prefieren poner fin a relaciones hasta ayer entrañables, antes que rever sus rígidos principios.

Por supuesto, sería abusivo pretender que la responsabilidad fundacional de todo esto la han tenido los Kirchner. Ellos no han sido sino los instigadores de una sensibilidad cuyas raíces se nutren en lo más sustantivo de nuestra identidad. Los Kirchner han sido oportunistas. Hábiles aprovechadores. Han sabido cebar a una bestia nunca del todo enjaulada y de probada veteranía en el arte de colonizar el corazón de los argentinos.

Mediante un discurso de acentos invariablemente destemplados y agresivos, el matrimonio presidencial ha logrado manipular esa arraigada propensión nacional a la confrontación y la intolerancia. Ha sabido hacerse portavoz de un reduccionismo burdo y violento que doscientos años de historia no parecen haber atenuado. Nos guste o no, los Kirchner, al pronunciarse, no han mostrado únicamente lo que son. Muestran también lo que, como Nación, todavía no hemos dejado de ser: subestimadores infatigables de todos aquellos que no coinciden con nosotros, depredadores constantes de oportunidades y recursos, republicanamente irresponsables, desdeñosos de la ley. Expresión, en suma, de una incultura cívica que no conoce distinciones de clases, de propósitos, de partidos. Idólatras de nuestras propias creencias y enemigos incansables de las ajenas.

Mucho se ha dicho acerca de lo saturada que está la mayoría de la sociedad, a raíz del hostigamiento a que la ha sometido el proceder de la pareja gobernante. Para probar el espesor de ese hartazgo, suele hacerse referencia a distintas rondas electorales donde la oposición consiguió la mayoría de los votos, aunque en diferentes listas. Entonces —se nos recuerda— la gente votó contra ese modo prepotente y demagógico de practicar la política. Pero no debe olvidarse que ello no excluye la disconformidad popular con la conducta de los líderes opositores. Es innegable que se les brindó un voto de confianza. Sin embargo, simultáneamente, se les hizo un reclamo de mayor madurez. Conviene, por eso, ser cautos. No menos errática en su modo de ejercer la política, no menos fastuosa en el autoelogio, oportunista, presuntuosa y contradictoria, además de esquemática y conceptualmente anémica, se muestra la mayoría de los candidatos que hoy disputa a zarpazos el liderazgo de la oposición. Por eso la atención de la gente no se concentra ante todo en ella sino, cada vez más, en la acción parlamentaria. No deja de ser un signo de salud cívica encomiable el hecho de que, en un escenario como el actual, el interés público se oriente hacia las tareas del Congreso. Allí está, antes que en las promesas grandilocuentes de los candidatos, la clave del porvenir programático del país. De un país que necesita recuperar no sólo calidad institucional y justicia social auténtica. Necesita, igualmente, volver a depurar la vida privada. Desbaratar el miedo y el prejuicio. Confiar otra vez en el diálogo y alentar la tolerancia.

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