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Crónica

08/08/2014

Nino Ramella

La muerte les sienta bien

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Periodista y gestor cultural. Fue corresponsal del diario "La Nación" en Mar del plata. Presidió el Ente de Cultura de Mar del Plata. Profesor en el posgrado de Gestión en Cultura y Comunicación de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales. Creó y presidió el Gabinete Social del Instituto Cultural de la Provincia de Buenos Aires.

No hay ningún estado social que no tenga sus costumbres

y, por lo tanto, sus mentiras convencionales.

 

Søren Kierkegaard

 

 

Tropezar con lo que no se va a buscar. He ahí donde se esconden los tesoros del viajero y lo que diferencia a este del turista que viaja para llenar los casilleros de sus expectativas con el menú de las guías o abandonándose al ocio.

 

 Para la mayoría de nosotros Dinamarca es ese país en el que los indicadores sociales casi alcanzan la utopía o cuanto mucho el escenario que eligió Shakespeare para que Hamlet dudara entre ser o no ser. Pero hay más. Mezclarse con los daneses puede abrirnos la puerta a un mundo que se parece más a una fantasía literaria que a la vida real.

 

 Entre esas rarezas hay una que se lleva las palmas: la relación que ese pueblo tiene con la muerte. Tenemos la tentación de pensar que sólo los orientales ven la muerte con la naturalidad de aquellos que creen que se trata del premio por haber vivido. Pues sin llegar a ese extremo los daneses ven a la muerte no como la inexplicable tragedia humana, sino como el fin de ese estado en el que los vivos gozamos de este mundo. Tan simple como eso.

 

De pic nic en el cementerio

 

 Vestre Kirkegard  es el cementerio más grande de Dinamarca -54 hectáreas- ubicado en el Kongens Enghave, un barrio de Copenhague. Las tumbas del escritor  Hans Christian Andersen y del filósofo Søren Kierkegaard son, acaso, el motivo por el que la mayoría de los visitantes deciden entrar.

 

 Hay varias entradas. No importa cual tome. Todas abren a un curioso mundo en el que las tumbas parecen formar parte de la naturaleza lo mismo que los árboles, los estanques, los caminos sinuosos bordeados de setos, los pájaros y hasta algún pequeño mamífero. Pero acaso lo más extraordinario sea ver a los daneses tirados en el césped, improvisando un pic nic o tomando sol en los escasos momentos del año en el que este se atreve a asomar…¡y aunque la temperatura no llegue a los dos dígitos!.

 

 Fue allí el único lugar en el que vi una parejita de jóvenes besándose. La gente en Dinamarca no se besa. No sólo no lo hacen los amigos. Tampoco los novios ni los amantes. Bueno…no lo hacen en público. Es curioso que un país epicentro de la industria porno que estimuló la liberación sexual en los 60 a través de una legislación que prohibió la censura de imágenes exhiba una conducta tan pudorosa que reprima las pulsiones eróticas en la vía pública.

 

 No hay bóvedas ni monumentos extraordinarios como los que tienen los cementerios Père-Lachaise en París, Staglieno en Génova  o Recoleta en Buenos Aires. La inveterada austeridad escandinava y la preponderancia de la religión protestante-luterana limita las honras mortuorias a lápidas sobre la tierra y poco más.

 

 Ver un joven con el torso desnudo en posición de meditación budista en las escaleras de la North Chapel, mujeres tomando sol, parejas comiendo, ancianos dándole pan a los patos de un estanque, niños con una pelota o chicos que en un arranque de civilidad ecológica levantan colillas de cigarrillos no es raro y lo hacen en medio de placas que señalan el lugar en el que fueron enterrados héroes de la primera guerra mundial o las piedras en las que figuran nombres de muertos recientes.

 

 Dejo atrás el cementerio con la sensación de abandonar un espacio en el que se celebra la vida y se desdramatiza la muerte. Es decir, con una sensación exactamente opuesta a la que estoy acostumbrado. Quiero conocer otro sitio.

 

Soy yo quien se va y por eso me despido

 

 

 Christianshavn  es un barrio de Copenhague fundado en el SXVII por Christian IV. Es la parte de esta ciudad en la que hay canales y encontramos las casas bote todavía hoy habitadas. Se parece mucho a Amsterdam. Imaginamos un cierto aire bohemio en sus habitantes. Digo imaginamos pues no es fácil caracterizar diferencias entre daneses. Allí no se distinguen pobre de ricos ni laburantes de aristócratas. Destacarse por cualquier cosa no está bien visto y la ostentación es un pecado inadmisible que conlleva una inapelable condena social.

 

 Un hito en ese barrio es la Iglesia Nuestro Salvador (en danés Vor Frelsers Kirke) -allí en la calle Sankta Annæ Gade-, muy visitada por turistas atraídos por la torre del campanile que tiene una escalera periférica helicoidal sobre una estructura de madera que puede subirse siempre y cuando el viento no haga aconsejable cerrar su acceso.

 

 Yo no subí a la torre. Allí donde muchos disfrutan yo padezco. Así es el vértigo y ya no lucho para conjurarlo. Me quedé sentado en el jardín de la Iglesia junto a otros daneses que con sus niños disfrutaban del esquivo sol que se dignó a asomar a esa hora del mediodía.

 

 A la Iglesia no se podía entrar. Las puertas estaban cerradas y un cartel advertía: funeral in process. Ahí me quedé, pues, en un banco tipo hyde park viendo sin mirar.

 

 Diez minutos después las puertas del templo se abrieron de par en par y seis hombres de negro aparecieron portando un féretro de color blanco. Dudé por un instante si no se trataba del funeral de un niño ya que en nuestra cultura ese color tiene ese significado, pero el tamaño lo desmentía. Sobre el féretro sus familiares y amigos habían dejado mensajes escritos con un fibrón.

 

 Los hombres depositaron el féretro en un coche fúnebre vidriado al tiempo que fueron saliendo centenares de personas de esa Iglesia, todas con flores en la mano y vestidas, al menos, con algo negro.

 

 Las campanas comenzaron a redoblar y todos permanecieron largo tiempo en actitud reflexiva. Cuando el coche aún dentro del jardín de la Iglesia se puso muy lentamente en marcha todos lo siguieron hasta la vereda. De ahí en mas el coche portando el féretro siguió absolutamente solo. Ni un auto ni persona caminando acompañó su derrotero. Lentamente, menos que a paso de hombre, se fue alejando.

 

 Ese momento fue tremendo. Nunca en mi vida había sentido algo así y eso que no tenía yo idea siquiera de quién se trataba. Era el muerto el que se iba, no los deudos los que lo llevaban. Se despedía él y no al revés. Finalmente como a las dos cuadras el coche dobló y se perdió de vista.

 

 Hay un momento terrible en un entierro. Es cuando volvemos a casa. Es esa sensación culposa de abandonar a quien quisimos en ese sitio de la no vida. Yo, que descreo del más allá, he sentido eso muchas veces. Pues en este caso no hubo tal momento. Los abandonados fueron los deudos. Yo quiero eso para cuando me toque partir.

 

 Desaparecido el coche todos caminaron una cuadra hasta un canal y de a poco fuero arrojando las flores al agua. No pude con mi genio y le pregunté a uno de ellos si eso era una tradición danesa y quién había muerto.

 

 “No…no es una tradición danesa. Es que murió una mujer muy querida en este barrio. Alguien muy de aquí, de los canales. Vivió mucho tiempo en una casa bote y fue la fundadora del Café Wilder…”.

 

 El hombre no dijo mucho más pero mi insatisfecha curiosidad me empujó a seguir a la multitud que caminando otra cuadra llegó a la esquina del mencionado Café Wilder. Allí se detuvieron con copas de por medio y quedaron compartiendo lo que seguía siendo parte de la despedida.

 

 Helle Magnusson se llamaba esta mujer que murió tras una lucha de años contra la leucemia. Proveniente de una familia de clase alta de Copenhague se hizo hippie y se fue a vivir a una comunidad con aquellos códigos ideales de la paz donde se proponía hacer el amor y no la guerra.

 

 Luego de eso se fue a vivir a una casa bote (el M/S Valhal). Al parecer la escasez de lugares en esa zona para tomar o comprar algo le inspiró la idea de fundar el Café Wilder (en 1984) que rápidamente cobijó a una mezcla de artistas, aristócratas y bohemios que lo tomaron como su refugio, contando entre ellos al propio príncipe de la corona danesa.

 

Cuando alguien moría Helle arrojaba una flor al canal. Mi última imagen fue ver flotando cientos de flores en ese mismo canal. Me pareció el gesto perfecto para cerrar el ciclo de una vida. A la distancia, desde un país lejano y sin siquiera entender muchos códigos yo también rindo homenaje a una mujer que supo irse antes de ser abandonada

 

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Si usted quiere ver y escuchar a Helle Magnusson y conocer el Café Wilder vea el siguiente video. Está en danés, pero sus ojos y la expresión de su cara la bastarán para conocerla.

 

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