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La Palabra Precisa

#75

Cuento

23/10/2015

Osvaldo Soriano

¿Lobo estás?

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(1943-1997) comenzó a trabajar en periodismo (Primera Plana, Panorama, La Opinión) a mediados de los años sesenta, y se dio a conocer como escritor en 1973 con su originalísima novela Triste, solitario y final. Si bien publicaría sus dos libros siguientes (No habrá más penas ni olvido y Cuarteles de invierno) durante su exilio en Europa, la aparición de ambos en la Argentina en 1982 lo convertirían in absentia en el autor vivo más leído del país. Su retorno con la democracia y su rol como alma mater del diario Página/12 reforzarían aun más este vínculo con los lectores: cuatro novelas más (A sus plantas rendido un león, en 1986; Una sombra ya pronto serás, en 1990; El ojo de la patria, en 1992 y La hora sin sombra, en 1995) y cuatro volúmenes con sus mejores crónicas periodísticas (Artistas, locos y criminales, en 1984; Rebeldes, soñadores y fugitivos, en 1988; Cuentos de los años felices, en 1993 y Piratas, fantasmas y dinosaurios, en 1996) habrían de transformarlo en un clásico contemporáneo de la literatura argentina. Sus libros han sido traducidos a dieciocho idiomas y adaptados con éxito a la pantalla cinematográfica. Seix Barral se enorgullece de la creación de esta Biblioteca Soriano que pone al alcance de los lectores de habla hispana la totalidad de su obra.

De chico, en las barrancas de Mar del Plata, se me aparecía el lobo feroz. Unas veces llevaba sombrero de paja y otras un bonete de payaso por encima de las orejas negras. Tenía una boca muy grande con unos dientes largos y filosos para comerme mejor. No me asustaba realmente. Por la espalda me corría un cosquilleo de excitación, un sobresalto de alegría pecaminosa. Mi padre dejaba la bicicleta en el suelo y, fingía correrlo a pedradas. «¡Allá va, allá va!», gritaba y tropezaba en los pozos de la playa. No había bañistas porque ya era otoño y el sol se volvía mezquino.

En la casa de mi madre encontré unas fotos de aquella época en el barrio de Los Troncos. Algunas están coloreadas a mano y otras guardan el sabor de tiempos irrecuperables. Pura sensiblería de cartón desvaído. El láser las agranda, las mejora, pero les quita la poca vida que tienen en la pátina original. En una toma, mi padre y yo estamos en la playa, él de campera negra y pantalones anchos que ondulan al viento y yo con un bombachón amarillo que me sitúa a caballo entre dos épocas. No le llego a la cintura y señalo algo que está fuera de cuadro. Tal vez el lobo que nos acecha entre los pastizales. Un lobo feroz, necesariamente. No sé si es el de Tex Avery o el más vulgar de Walt Disney, pero no importa. Es el primer personaje que cuenta en mi vida.

Mi padre le tiraba piedras o lo corría con la zapatilla, según dónde nos sorprendiera. A veces, mientras bajábamos en bicicleta la loma de la calle Alvarado, el lobo cruzaba por la esquina de Obras Sanitarias y yo daba un grito para que mi padre soltara el freno y se largara a perseguirlo. Y allí íbamos, piñón libre y melenas al viento, detrás de una quimera que salía en las historietas. Yo conocía el nombre de mi sueño; ¿sabía mi padre cuál era el suyo? Apenas lo intuyo sin llegar a entenderlo: ya era mayor pero no había madurado. Hablaba con el oso y se peleaba con el lobo para divertirme a mí, pero una parte suya aún buscaba enfrentarse a los dragones de fuego. Podía ser desopilante. Se sentaba frente a mí y me decía serio como un escritor nacional: «Recién venía por el bosque y me topé con el lobo». No sé qué le contestaba yo mientras me miraba a los ojos y empezaba un cuento interminable y confuso. No tenía ningún talento para narrar fantasías pero era un campeón en el arte de la sorpresa. Metía la mano en un bolsillo y sacaba boletos viejos, cajitas de fósforos, monedas y tornillos perdidos. Su intención era transfigurar el universo, convertir esas chucherías en brujas y fantasmas, en gnomos y duendes que llenaran el vacío de los juguetes que no podía comprarme.

Recuerdo, sí, una armónica italiana que debía de ser el objeto más valioso de la casa. Mi padre tenía veleidades de melómano y habrá pensado que aquel regalo me acercaba un poco al arte barroco. De muy joven él solía ir al Colón y siempre escuchaba música clásica por la radio. Yo, en cambio, al segundo día de tener la armónica la metí en el agua de la bañadera y soplé para ver cómo las burbujas salían por el otro lado. Me da risa cuando pienso en mi padre y su música barroca porque en realidad se aleja para siempre de ella. Va a quemar  sus ilusiones en el desierto de San Luis. Corre a hundirse en calles de tierra a perseguir vinchucas con un farol a querosene. A mí me dice que escapamos del lobo feroz, pero ¿qué se dice a sí mismo? Vuelvo a preguntarle a mi madre por qué el hombre que diseñó las cañerías de Mar del Plata se larga, de pronto, a tierras de olvido. Ella tiene la memoria confusa pero está claro que aborreció aquel momento y a aquel hombre. Fue a sacar los pasajes de ida solamente y en la ventanilla un tipo del ferrocarril le preguntó qué diablos íbamos a buscar a la montaña cuando el futuro estaba allí en Mar del Plata. Mi madre no supo qué contestar, pero registró para siempre el instante en que se terminó su juventud.

En los cajones de una cómoda tiene, sin saberlo, algunas claves. Encuentro una foto en la que un montón de gente posa de pie, como en las despedidas de los inmigrantes. Entre esas figuras desenfocadas por el tiempo y la borrachera del fotógrafo, están las nuestras. Mi padre tiene una sonrisa beata, mi madre está perdida entre otras mujeres y abajo, el único sentado soy yo con casi cuatro años y pantalón largo. Al dorso del retrato dice el año: 1946. Nos vamos. Ésa tiene que ser la fiesta de mi primer adiós.

¿De qué lobo escapamos? ¿Del casino? ¿De las deudas?¿De los recuerdos? Una de mis tías atribuye el insólito movimiento de mi padre al triunfo de Perón, que en esos días asume la presidencia por primera vez. Dice que pocas veces ha conocido una persona con tanto encono por el líder. Tal vez haya hecho proselitismo por la Unión Democrática y temiera quedar marcado por el nuevo gobierno. No sé. No

me convence la hipótesis pero no tengo otra mejor. En esos días mi lobo feroz se escondía entre los muebles desarmados y los cajones de la mudanza. Creo que sus ojos brillaban en la oscuridad mientras mis padres discutían en el comedor. Me habían contado tantos cuentos diferentes sobre el lobo que me costaba saber quién era. Se tomaba todos los helados que quería, salía a pasear en monopatín, tenía tres o cuatro bicicletas y se comía a la gente más detestable. Entonces, ¿por qué decían que era malo? Muchas veces íbamos a buscarlo al

bosque de Peralta Ramos. Atravesábamos la ciudad y nos internábamos entre la arboleda armados hasta los dientes. A mi padre, que era grande y fuerte, le bastaba esgrimir el inflador de la bicicleta. En cambio yo llevaba el revólver de Tom Mix y un cuchillo de bucanero. En viejas postales de Mar del Plata se intuye el clima de aquellos días: la gente parece mayor, los hombres y las mujeres llevan sombreros y casi todos fuman sin miedo. Entre las hojas secas era fácil encontrar preservativos anudados y montones de piñas que mi madre juntaba para encender el hogar.

Era una dulzura Mar del Plata con aquellos acantilados,las calles arboladas, el tren a horario y mi padre mirando por el teodolito. Tantos lobos feroces corrían por las calles y los fondos que a un paraje de la costa le habían puesto el nombre de Barranca de los Lobos. En ese lugar trabajaba mi padre con sus obreros españoles, polacos y franceses. En el fondo, yo sabía que ese nombre se debía a otros lobos, unos gordinflones sin gracia que flotaban en el mar y dormían en la escollera. Cerca del faro, donde ahora están las playas elegantes, vivían

el gorila, el tigre, el elefante y todas las brujas del averno. Ahí sí que no nos animábamos a acercarnos. Contaba mi padre que el propio King Kong, abatido en el Empire State, había tomado el gigantesco faro. Desde esas ventanas iluminadas nos observaba día y noche para saber si nos portábamos bien, si le hacíamos caso a mamá y aceptábamos sin chistar la sopa y la siesta. En esas costas de casas bajas y desde mi bombachón amarillo, la torre parecía tocar el cielo. Ahí estaban encerrados los verdaderos misterios, esos que nunca descifraremos aunque pasen los años y creamos haber desafiado los sotaventos de todos los mares.

Y de pronto mi padre desarma los muebles, baja los cuadros y me pregunta si quiero que el lobo venga con nosotros. Me hace algunas muecas sin gracia, el tonto de capirote. Promete barriletes y me cuenta de trenes nocturnos, payasos ambulantes y un Ford a bigotes que nunca será nuestro. No quiere que llore. Trae un mapa de la República y pone el dedo allá arriba, lejos del mar. Ni siquiera sé qué cosa es un mapa y menos una república. Vamos a hacerla, dice, y va a estar llena de lobos feroces, gatos parranderos y caperucitas distraídas.

Imagino que la promesa me tranquiliza. Un día antes de la partida, el coronel Perón habla por radio y San Lorenzo ya se perfila campeón. Mi madre acomoda la ropa en vastos cajones y mi padre anuncia que el lobo en persona manejará el tren hasta San Luis.

 

 

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