#LaPalabraPrecisa

#38

Cuento

06/03/2015

Marcelo Pasetti

La historia de Mariano que Mateyko no conocía

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Periodista. Subdriector diario La Capital de Mar del Plata.

Aquel domingo 10 de enero de 1993, Mar del Plata vivía una jornada espléndida. La temperatura llegaba a los 26 grados, el mar estaba "planchado" y las playas, en el "pico" de la temporada tanto o más pobladas que las del último fin de semana largo de Carnaval.

 

El salario mínimo de los argentinos era de 200 pesos, el presidente Carlos Menem, el gobernador Eduardo Duhalde y el intendente Mario Russak comían pizza en la residencia de Chapadmalal, y River iniciaba la pretemporada en Mar Chiquita con Fernando Cáceres, el Burrito Ortega, Ramón Díaz y los juveniles Marcelo Gallardo y Matías Almeyda.

 

Un verano con todos los ingredientes. Como siempre. Los periodistas, corriendo de un lado para otro intentando "satisfacer" las demandas de los jefes que desde la redacción, pedían notas de color, entrevistas a representantes de la farándula, de la política o del arte ignorando que la calle era un caos, que moverse desde Mogotes hasta el centro podía demandar una hora.

 

"¿Por qué no venís vos a laburar a la calle?", se disparaba desde el móvil del diario cuando resonaba alguna de esas órdenes que no figuraban en la agenda diaria. Claro que se puteaba cuando el jefe de noticias estaba fuera del alcance de nuestra voz.

 

Estabamos en que Mar del Plata explotaba de gente.

 

Ese domingo, como cada temporada, Juan Alberto Mateyko volvía loco a los argentinos que miraban las olas y el viento, las colas y el mar, desde sus televisores en Catamarca, Misiones, Buenos Aires o La Pampa, con una térmica de 35 grados y aire acondicionado sólo para unos pocos. Todos querían hacerse una escapada a Mar del Plata.

 

Desde el Torreón del Monje, con su saco blanco arremangado, rodeado por los Midachis, Mateyko entrevistaba a las Brujas, Thelma Biral, Susana Campos, Nora Cárpena, Moria Casan y Graciela Dufau. Un rato después cantaba el artista de moda, y podían aparecer Víctor Laplace, China Zorrila o Luisina Brando.

 

Hasta hace una semana, Mateyko no lo supo. Coincidimos en un asado, él volvía a trabajar en Mar del Plata después de más de una década, y no me quedó otra opción que contarle la historia de Mariano -supongamos ese nombre-, que directamente lo involucraba.

 

Lo hice seguro de no equivocarme en nada, porque aún recuerdo con precisión cada palabra, cada gesto, cada mueca, del relato de Mariano en el bar donde todos los mediodías nos encontrabamos a almorzar cuatro o cinco periodistas y otros tantos que terminaban sumandose a la mesa después de semanas de saludos, diálogos breves y comentarios futboleros.

 

Mariano era -es- un próspero comerciante marplatense. Un tipo de clase media que había sabido ahorrar cuando pudo, y darse así por una vez el gran gusto de tener su pequeño velero, al que dejaba dormir de lunes a sábado en el Náutico para, si el mar lo permitía, sacarlo el domingo y recorrer la costa marplatense. Su sueño hecho realidad.

 

También le dije a Mateyko que aquel domingo 10 de enero de 1993, Mariano se había levantado a las ocho, tomado un café mientras leía los títulos principales del diario, y sonreido al ver por la ventana el cielo sin una nube Tenía por delante un domingo de aventura, de navegar entre las suaves olas y de olvidarse de todo. De los empleados, de los impuestos, de las obligaciones... de todo.

 

Sí fue aquel un domingo espléndido para Mariano. Ideal. Todo salió a la perfección. En realidad, no todo...

 

A la noche, agotado, llegó a su casa y tras dejar el bolso azul sobre el sillón dejar tirado, a Mariano le llamó la atención la luz parpadeante del teléfono. Tenía 9 mensajes grabados. Lejos de inquietarse, se duchó, se miró frente al espejo y se vio bronceado. "Tan mal a los 40 no estoy", pudo haber dicho, antes de servirse un whisky y escuchar los mensajes.

 

De pronto empalideció. Volvió a oirlos. Todos eran de su esposa, quien desde el viernes se encontraba visitando a su madre en Capital Federal. Cada uno sonaba como una mazazo. Un golpe directo al mentón.

 

"Te conviene que cuando mañana llegue a casa ya no estes. Tenés toda la noche para prepararte las valijas y rajarte mal parido. Olvidate que existo". Mariano escuchó una y otra vez ese último mensaje.

 

Llamó desesperado a lo de su suegra, y jamás pudo meter más que dos palabras. "Basta, no quiero verte más" fue lo más suave que pudo escuchar.

 

Esa madrugada, finalmente, decidió trasladarse al hotel de un amigo. En pleno verano, le habían conseguido una habitación pegada al ascensor. "Es lo único que queda", le dijeron, y poco le importó. Sin embargo, su cabeza estallaba. No pudo pegar un ojo. Algo había salido mal.

 

Cuando iba por esa parte de la historia, Mateyko, sin dejar de cortar una molleja de exhibición, me interrumpió para preguntarme qué tenía que ver él con todo eso. Le respondí con el recuerdo nítido de la charla con Mariano en aquel bar.

 

Aquella vez Mariano se sinceró: "Desaparecí dos días, y el miércoles fui a casa. Tenemos que hablar, le dije, y ahí me cerró todo".

 

"Mi mujer estaba con mi amada suegra viendo la tele. Concretamente, el programa de Mateyko. Terminaban de cantar Los Chalchaleros, y de fondo se veía un velero. Antes de ir a la tanda, el velero se acercaba y se acercaba gracias al zoom del camarógrafo. ¿Nena, ese no es el barquito de tu marido?, le preguntó sobresaltada su madre. Es el velero de Mariano, respondió mi esposa. Pero cuando en la pantalla me vieron bien, pero bien cerca, se dieron cuenta que no estaba solo".

 

Mientras le contaba a Mateyko no pude dejar de recordar cómo Mariano manejaba los tiempos de la charla. Generaba pausas y centraba toda la atención. El "Negro" Fontanarrosa lo podría haber convertido en el Dios de la Mesa de los Galanes. Incluso el remate de su relato, que yo lo retransmití con algunas palabras mías seguramente, fue en ese tono: "Me cagó Mateyko. ¡Qué carajo me iba a imaginar que iba a salir en televisión con semejante minón tomando sol en medio del mar!".

 

Mateyko me miró agarrándose la cabeza y me dijo: "Pedile a tu amigo que me perdone, pero igual la causa prescribió".

 

Creo que si lo encontraba en el '93 le pegaba un tiro. Digo, de pronto, me parece.

 

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