#LaPalabraPrecisa

#350

22/1/2021

 

El Bañero

Iván Taylor


EL BAÑERO

 

I

Cuando me dijo cómo se llamaba tuve el reflejo de repetir el nombre en voz baja.

― ¿Graciela?

―Sí, Graciela, boludo. ¿Qué tiene?

Creo que el Chufo se enojó, porque en ese momento se levantó y con el shorcito dejando un reguero de gotas se mandó para las duchas. Lo vi cruzar la vereda de piedras del club, atravesar el patio. Yo no conocía ni había escuchado nunca sobre una Graciela que tuviera menos de 30 años. Es un nombre raro para estos días, no digo de vieja porque nombres viejos abundan, pero sí que está pasado de moda. Bueno, me sorprendió, pensé y me di un zambullón como para sacarme el sol de los hombros.

Esa tarde no lo vi más, pero al Chufo los enojos se le pasaban rápido. Al día siguiente nos volvimos a cruzar. Estaba, como todos los días, con su uniforme: una mallita roja, bien apretada y su gorrita al tono. El silbato prendido de una cuerda que le rodeaba el cuello. Tenía siempre una barba espinosa que le daba a las mejillas la impronta de un cactus, lo que además le servía para tapar algunas arrugas que a los cuarenta ya te marcan la cara. Era alto y flaco. Un metro noventa y tres, repetía orgulloso el Chufo cuando le preguntaban o cuando inventaba una ocasión para decirlo.

―Si sos gordito, podés adelgazar. Si sos flaquito, podés engordar. Si sos rubio, te teñís. Pero si sos petiso, vas al muere― decía cuando nos juntábamos a destapar cervezas, cerca de la hora de cierre.

La cosa es que el Chufo era más fiero que la mierda y para peor de males, en eso todos los de la barrita que iba a la pileta del club estábamos de acuerdo. Sobre todo las chicas.

II

Al principio, pensé que era puto. Yo entraba al club a las tres y media de la tarde casi todos los días, cuando salía de trabajar. Me alcanzaba el tiempo para almorzar, dormir una siesta y rajar para la pile. Al pasar por la cabina de ingreso, donde te ponen la cintita, me encontraba con Franga, Martín, Lisandro. Nos ubicábamos cerca de alguna sombra que nos permitiera resguardo del sol y una vista panorámica de la pileta. Teníamos una esquina casi alquilada, debajo de un ceibo que habían plantado cerca de las parrillas. Desde allí veíamos todo, especialmente a las chicas que entraban y salían. Pero después de comentar sobre los primeros pares de tetas, o el culo de aquella o de ésta, los gurises se ponían densos y la verdad es que a mí me rompía las pelotas. Prefería nadar solo antes que estar ahí. Y en ese momento, quiero decir, siempre que yo entraba solo al agua, estaba el Chufo con su expresión de carancho mirándome. Me miraba fijo. Yo por dentro me cagaba de risa, me divertía pensar que el bañero me tenía ganas. Por ahí me mandaba una pirueta y el Chufo atento a cada movimiento me seguía con los ojos negros.

El día que el Chufo se me acercó era viernes. Cuando salí de la pileta, después de hacer algunos largos, me senté en el borde y sentí que alguien se me ponía detrás. Lo primero que vi fueron sus pies huesudos y los pelos mojados sobre sus dedos. Alcé la vista, esperé que me cagara a pedos por haber hecho algo, pero sin saber qué. Me puse de pie, por instinto y él acercó su nariz a mi oreja, en un gesto que me pareció bastante violento. Nadás bien, me dijo. No supe qué responder. Pensé que me estaba avanzando. Y entonces bajó la voz para revelarme sus intenciones: quiero que me enseñés.

III

La idea de que un bañero no supiera nadar me parecía ridícula, pero potenciaba la hipótesis de que en verdad el Chufo quisiera algo más. De todas formas decidí aceptar su pedido y le dije que nos veríamos a la mañana siguiente, temprano cuando en la pile solo había abuelas haciendo aquaeróbic.

A las ocho en punto nos encontramos y después de ponernos las mallas encaramos para el agua. Me metí primero, con un clavado bastante prolijo. Al salir a la superficie le hice señas con las manos y lo vi dudar al principio. Finalmente entró, haciendo pie fácilmente con su metro noventa y tres.  Enseguida empezó a acercarse hacia mí con unos movimientos que me hicieron pensar en un carpincho manco tratando de escapar de algo o de alguien. No resolvimos mucho aquella mañana. Su cuerpo magro y alargado era una completa decepción al tocar el agua. Después de un rato de sostenerlo por el pecho e intentar que coordinara movimientos de brazadas y patadas, me cansé y le pregunté qué mierda hacía de bañero.

―Sos bastante infeliz en el agua― le dije y pensé que me tiraría un puñetazo. Pero no. Su respuesta fue que estaba enamorado de Graciela, una chica que había conocido en su otro trabajo.

―Soy portero de una escuela primaria. Ella es la seño de tercero A. Todas las mañanas la saludo y ella me mira y se ríe. Para mí hay algo, viste.

Yo asentí con la cabeza, aunque no estaba muy de acuerdo con sus métodos. Charlamos un rato sobre la seño Graciela, que le había comentado al pasar que tenía el derecho de pileta pago, que ese verano estaba fatal y que pensaba ir todos los días. Tenía 29 años, Chufo 43. Me quedé callado.

― ¿Qué te pasa? ¿Es una locura lo que hice, no?

―No. Bah, sí. Pero podés hacerla más simple, invitarla a cenar es más fácil que meterte de bañero en el club al que ella viene.

Seguimos encontrándonos casi todos los días. Algunas veces, de tardecita, cuando ya no había gente y el agua quedaba quieta, practicábamos algunos estilos de nado, con poquísimo éxito. Su mariposa era un aletear desquiciado. Su rana, una anguila moribunda. Después de renegar un rato, nos quedábamos fumando un pucho, hablando al pedo y mirando la pileta vacía, llena de luces y reflejos que se meneaban sobre la superficie. Nunca fuimos amigos con el Chufo, pero compartimos algo que ni siquiera en la amistad está permitido. Yo ponía mis palmas hacia arriba, de pie en el medio de la pileta, y el Chufo se dejaba caer de pecho, como una bailarina o un pájaro que se desploma en vuelo.

IV

El Chufo me había dicho que charlar conmigo le hizo entrar en razón y que la idea de meterse a bañero por una mujer que le gustaba era una pelotudez. Sin embargo, pensaba terminar la temporada y volver a la escuela para marzo. Ahora me río, por el coronavirus. Pero en ese momento no parecía un mal plan.

A veces Graciela aparecía y al Chufo se le achinaban los ojos debajo de la visera. Ella entraba al agua con expresión felina, sosteniendo dignamente la cabeza fuera del agua y avanzando casi sin moverse, como si planeara sobre el cielo espejado en la pileta. En algunos pasajes, recuerdo, se miraban y hasta me dio la sensación de que se gustaban. La seño y el fiero, no hacían tan mala pareja. Ella tenía sus formas redondas, su buen culo, tetas grandes. Él era espigado pero rústico, un poco tosco. Todos tenemos algún chifle.  A mí me gusta imaginarme a las parejas cogiendo.  Creo que ellos hubieran logrado un armonioso contraste.

El día que se pudrió todo, yo estaba debajo del ceibo, medio dormido en la reposera. Escuché el grito y Franga largó una carcajada. Cuando levanté la vista, alguien se sacudía en el medio de la pileta. Me largué corriendo con Lisando y Martín, pensando que podría tratarse del bañero, pero el Chufo me sorprendió apareciendo a la carrera y abriéndose paso a puro silbato. Me detuve en seco y en ese instante el flaco se lanzó como un flechazo larguísimo, quedando en el aire unos segundos, no sé cuántos, eternos.

Cayó como un cachetazo que les hizo arrugar la cara a los presentes. Pero si el latigazo en el agua sorprendió a alguno, los manotazos de ahogado del bañero dejaron estupefactos a todos. Sin embargo, el Chufo se las arregló para sostenerse a flote y avanzar hasta Graciela que se había resbalado en el borde de la pile y con el golpe en la muñeca no podía bracear. La sujetó por la cintura, con fuerza, y siguió avanzando desprolijamente hasta hacer pie.

El Chufo hacía arcadas por la cantidad de agua que había tragado. Yo le ayudé, dándole palmadas en la espalda, aguantando la risa por respeto al héroe. El marido de Graciela vino a darle las gracias. Le apretó la mano derecha, en señal de devoción y se fueron en dirección a la ambulancia que ya estaba estacionada en el portón de ingreso. El flaco se quedó de nuevo, con su expresión de carancho, mirando cómo la pareja se iba. Yo creo que ahí, parte del Chufo quiso volver a meterse al agua y no salir más. Quedamos para el día siguiente, a las ocho en punto, la hora en que no había más gente y el agua quedaba quieta. Necesitábamos mejorar ese crol.

 

IVÁN TAYLOR

 

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Iván Taylor (1988) nació en Aldea María Luisa, Entre Ríos; actualmente vive en Paraná. Ha escrito columnas de opinión política para El Diario de esa ciudad y colaborado en varios medios digitales. Algunos de sus cuentos y poemas forman parte de antologías tales como: Luces de mi Ciudad, Paraná 2015; Premio Rafael J. Hernández, Pehuajó 2016; Poesía Punzó 2017; Antología Federal de Poesía Región Centro CFI 2018. Su primer libro, La Parte Blanca de la Noche (2018) fue publicado bajo el sello editorial de Fundación La Hendija. Este año su poema "Coca" fue elegido ganador del certamen Florencio Calgaro promovido por el Centro Cultural Cabayú Cuatiá. Ha escrito una novela y un libro de cuentos que permanecen inéditos. Actualmente trabaja en la Editorial Municipal de la Ciudad de Paraná.

 

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