#LaPalabraPrecisa

#33

Novela

30/01/2015

Cynthia Wila

Pasiones en Guerra (cap.1)

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Nació en Brasil, en 1971. Tras vivir en los Estados Unidos y en Uruguay, se radicó en la Argentina. Se graduó como abogada en la Universidad de Buenos Aires, y como licenciada en Psicología en la Universidad Argentina John F. Kennedy, donde recibió un premio por su trabajo en psicología clínica. Participó en numerosos seminarios y ha sido disertante en diversas jornadas de estudios psicoanalíticos. Se dedica a la clínica y también a la abogacía.

Pasiones en guerra es su primera novela.

 

Nadie puede morir dos veces, sin embargo Malka Cschisky sentía que había muerto.

Las piedras caían a ambos lados de su cuerpo, mientras ella hacía lo imposible por esquivarlas. Atinó a correr para refugiarse en el dormitorio que le servía de hogar a su familia, no sin antes advertir las voces exasperadas de esa prima abominable que le habían presentado, y de sus vecinas. Solo algunas piedrecillas lograron rozar las piernas de esa extranjera que había desembarcado hacía pocos días del barco atestado de gente proveniente de Europa. La «polaca judía», como solían llamarla despectivamente las muchachas del barrio de Villa Pueyrredón en el que la familia Cschisky se había instalado.

—¡Fuera, judía de mierda! —gritaban desde la puerta de su casa, arrojando las piedras que traían en los bolsillos de sus vestidos grises.

Y si bien su prima Carla era también judía, tal era el odio que le provocaba esa pariente bella y refinada que recién había  conocido que la insultaba más que sus amigas, al tiempo que conseguía atenuar su furia lanzando esas piedras que al regresar de la escuela solía recoger. Mirando el suelo desandaba el camino del colegio, y en las baldosas del piso solo veía el rostro de Malka Cschisky y su hermosura; los gajos de granito desprendidos del asfalto sugerían una salida. Se agachaba, los acariciaba pensando en cómo le partirían la cara, y así apaciguaba su fastidio imaginándola herida.

A diecisiete años, Carla no era una muchacha bella. Por elcontrario, el contorno demasiado redondo de su cabeza, levemente aplastada en los extremos, y esos ojos hundidos de color café conformaban un rostro gris y sin brillo. Tenía el diablo disfrazado en sus modales femeninos. Al ser la consentida de su padre y la servidora fiel de una madre petulante, se había convertido en una muchacha engreída a la que colmaban de caprichos. Como no había logrado que su padre se negara a brindarles ayuda a esos parientes europeos que escapaban de su tierra como ratas vaya a saber uno por qué, sus pretensiones denegadas la sacaban de quicio. Armó un escándalo que solo su madre supo controlar prometiendo que los albergarían por unos meses y luego los echarían a la calle.

El día que le presentaron a Malka, la mirada se le llenó de fascinación y envidia. La tez blanca, los ojos casi transparentes, y esa cabellera perfecta que caía sobre los hombros y rozaba la espalda le sacaron chispas. La juzgó demasiado delgada para su gusto, y cuestionó su forma desprolija de llevar el cabello tan largo en lugar de peinarse a la moda, con rizos cortos como las de su clase, pero no lo dijo con palabras; sus gestos poco gentiles reprobaron la imagen femenina que tenía enfrente. Se negó a extenderle la mano para saludar, y luego de fruncir el ceño y entrecerrar levemente los párpados, poniendo de manifiesto su desdén y los celos que ya apretaban en la garganta, giró sobre sus talones y se marchó al dormitorio.

Aquel fue un verano duro para Malka: no solo la habían separado de su país natal, del olor a río que impregnaba las paredes del hogar, sino también de Mika, el amor prohibido que ella atesoraba en sus recuerdos.

 

 

La familia de ambos vivía desde hacía generaciones en el pueblo de Pultusk, una pequeña ciudad de Polonia ubicada en el distrito de Mazovia, setenta kilómetros al norte de Varsovia. El municipio, que en la Edad Media había sido uno de los castillos de defensa más importantes contra los prusianos y lituanos que solían atacarlo, no tenía grandes industrias, pero estaba repleto de monumentos y reliquias que lo tornaban de una belleza exquisita. De casi cuatrocientos metros de longitud, su plaza de mercado era la más larga de Europa y una de las más concurridas. Se convirtió en ciudad recién en el año 1339, de la mano de Clemente Pierzchale, obispo de Plock, con murallas y fortificaciones que la convertían en una bella urbe. A principios del siglo XIX, los alrededores de la villa fueron testigo de una cruenta batalla entre el Imperio Ruso y el ejército de Napoleón; cuyo desenlace a favor de este último culminó con la construcción del Arco de Triunfo en París para conmemorar la victoria. La mayor parte de la actividad comercial estaba en manos de los judíos, quienes poseían gran cantidad de almacenes, restaurantes y locales de venta de variadas telas; mercancía que se exhibía en los días de feria semanales que convocaban a cientos de vecinos.

En 1938, Marek Cschisky y Rudolf Korswin eran los artesanos textiles más reconocidos de la zona. Prestando peculiar atención al olfato financiero de su amigo Marek, Rudolf se convenció de que, para alcanzar el éxito, debían aunar esfuerzos y abrir un negocio con salida a la calle, algo inusual en aquella época en la cual los sastres solían recibir clientes en sus casas. Eligieron el local sobre la calle Rynek, justo frente al mercado que los días martes y jueves atraía gran cantidad de gente que se apiñaba en busca de lácteos, verduras y carnes. Si bien el espacio no era demasiado grande, contaba con un llamativo frente de casi tres metros de largo. Los peatones solían detenerse sorprendidos para disfrutar de la novedosa vidriera, en la que el buen gusto de la bella Clara Korswin, esposa de Rudolf, se reflejaba en los géneros expuestos con delicadeza, bajo un juego de luces que los tornaba impactantes frente al ventanal.

Fue tal la llegada de hombres y mujeres que se acercaban a la sastrería, algunos llamados por la necesidad y otros por la curiosidad que la promocionada alianza entre el judío Marek Cschisky y el cristiano Rudolf Korswin convocaba, que la pequeña tienda pronto se convirtió en la más famosa de la región, lo cual en pocos meses contribuyó a estabilizar las finanzas de ambos. Así como de los pueblos cercanos gran cantidad de gente se acercaba para realizar las compras en los dos días de feria, también aprovechaban para traer prendas que debían reparar y telas para los trajes que deseaban confeccionarse bajo el impecable estilo de los sastres que se habían instalado enfrente.

Un estilo de violencia llamada pogromo que databa de siglos anteriores, dirigida contra grupos minoritarios —en su mayoría judíos—, se caracterizaba por la masacre de las minorías étnicas y la destrucción de sus propiedades y centros religiosos. Proveniente del idioma ruso, la palabra aludía a destrucción desenfrenada, a caos sin límite en escala masiva. Así se sucedieron los pogromos durante la historia, salpicando la suerte del pueblo judío durante épocas memorables; y así se estaban desplegando en todo el territorio polaco y europeo de los años treinta del siglo XX.

Los ataques a los judíos se remontaban a los inicios del siglo XI, en las cruzadas de Francia, España y Alemania. A mediados del siglo XIV, la histeria de la peste negra culminó con la masacre de judíos tanto de pequeñas como de grandes comunidades, cuyos sobrevivientes huyeron como pudieron de la persecución rabiosa que los acusaba de ser responsables de la plaga. El colonialismo en la Polonia de los siglos XVII y XVIII provocó la represalia contra los judíos, polacos y católicos, que fueron asesinados durante el levantamiento de cosacos ucranianos. Y ahora, los nazis alentaban el odio de los pogromos en Polonia contra esos seres a los que tildaban de astutos por acumular riquezas a costa del fruto de sus tierras. En realidad,la difusión desplegada por los nazis llenaba de rencor los oídos del pueblo alemán y de los vecinos europeos.

Como la unión entre las familias Cschisky y Korswin había resultado por demás fructífera, los socios decidieron realizar una reunión participando tanto a los amigos como a los clientes más importantes. Poco después de que las mujeres entregaran casi medio centenar de invitaciones para celebrar el primer aniversario del negocio, el 15 de diciembre de 1938, un grupo de asaltantes, alentados por la propaganda nazi, que sin empacho gritaban a viva voz «¡No compren a esos judíos, que se vayan a Palestina!», se acercaron sigilosamente por la noche y destruyeron las ventanas, las paredes y los más de cien trajes que estaban en el local. Como frutilla del postre, dejaron el frente del comercio pincelado con una enmienda que podía leerse a una cuadra de distancia:

Destrucción total a cualquier sociedad con judíos

Si bien los jóvenes polacos simpatizantes del partido nazi de Hitler odiaban a la importante y bien posicionada comunidad judía de Pultusk, el mensaje también aludía a quienes decidieren asociarse o negociar con ellos. En este caso, iba dirigido especialmente a Rudolf Korswin. Fue entonces cuando, a pesar del éxito que estaban obteniendo con la afamada sastrería y las considerables ganancias que les había proporcionado hasta el momento, impulsado por el insistente temor que generaban los rumores acerca de varias viviendas que habían sido incendiadas porque sus dueños tenían relaciones comerciales con los judíos, Rudolf Korswin decidió poner fin a su sociedad con Marek Cschisky.

Marek no lo culpó, ni se molestó con un amigo a quien consideraba entrañable. Pero a partir de ese día la vida de ambos tomó un giro completamente inesperado. Cschisky, de carácter fuerte, irracional por momentos, de visión conservadora acerca de la esfera religiosa y sus creencias, luego del cierre lamentable de aquel negocio que tanto esfuerzo le había costado levantar junto a Rudolf, se confinó durante cinco días a la cama estrecha de su dormitorio, presa de una depresión inusual que le quitaba hasta las ganas de comer. Sin embargo, los vaivenes de una vida dura de trabajo, a la que supo enfrentarse con la barbilla en alto, lo impulsaron a levantarse una mañana y salir del letargo. Reunió a su familia frente al diminuto horno que calentaba la pared de ladrillos de la casa. Les comunicaría sus nuevos planes, esos que se deciden en las sombras, sin demasiada lucidez de lo importante, pero con toda la conciencia de lo urgente. No dudaba absolutamente de nada; su voz sonaba triste, pero con el tono seco de una firmeza absoluta.

—Como ustedes bien saben, nos vimos obligados a cerrar el local que con tanto entusiasmo decidimos inaugurar hace ocho meses. Y, como también se habrán dado cuenta, yo caí en una especie de sopor del que no me siento para nada orgulloso. Pero estos días de aturdimiento me sirvieron de mucho para pensar en serio, y tomar una decisión para el futuro inmediato de nuestra familia.

Sara, su mujer, y su hija Malka lo observaban con interesada atención, pero sin comprender demasiado hacia dónde se dirigía su discurso.

—Estoy completamente convencido —agregó— de que en cuestión de poco tiempo los alemanes invadirán Polonia, y entonces los judíos seremos perseguidos y masacrados.

Las mujeres no daban crédito a sus oídos. ¿Es que se había vuelto loco?, pensó inmediatamente Sara. ¿Cómo podía considerar semejante barbaridad? Sin embargo, no se atrevió a increparlo en ese momento, en que su marido parecía estar afectado por una debilidad que hasta ahora ella desconocía. Fue Malka la que tomó activamente la palabra:

—Papá —comenzó diciendo—, ¿tienes algún indicio que te demuestre lo que estás diciendo, o es que la destrucción del local te impulsó a imaginar un panorama negro para todo el mundo? Pero su padre no tenía la menor intención de explicar a su hija las sobradas advertencias que sus cavilaciones le estaban susurrando.

Si bien en su juventud Marek había estado completamente absorto en las contingencias laborales de su propio padre, pudo comprender acabadamente las consecuencias generadas por el fin de la Primera Guerra Mundial. Y desde entonces, no hizo otra cosa más que interesarse por lo que él denominaba los destinos del mundo.

Así, cuando a fines de junio de 1919 la mayoría de sus pares sentían alegría y alivio por la firma del Tratado de Versalles, Marek se detuvo —inexplicable y visionariamente— a considerar el cuadro de desventajas que el acuerdo disponía para la derrotada Alemania.

Por arte de magia, el pueblo germano perdía aproximadamente un octavo de su territorio continental y sus posesiones

coloniales, que fueron repartidos entre los países vencedores. Con el fin de garantizar que no representaría jamás un peligro de guerra, su ejército se redujo en hombres y su flota, a escasas unidades, dejándolo sin artillería pesada de aviación, y bajo la terminante prohibición de fabricar material bélico en el futuro. El dinero comenzaba a evadirse del país, dando paso a una inflación alarmante hacia 1923, y el desempleo se convertía en la forma de vida más opresora de la posguerra.

Marek, que para entonces ya era demasiado capaz, calculador y reflexivo, sabía perfectamente que aquellas humillaciones, que el hambre y las nuevas privaciones en algún momento despertarían la furia nacionalista germana contra los Aliados, y contra la propia República de Weimar.

Con un proletariado con altos índices de desocupación y la extrema desazón de los excombatientes, con un gobierno liberal corrompido y la nueva burguesía industrial pugnando por desplazar las antiguas fuerzas feudales y latifundistas en contra de cualquier tipo de cambio —creando una industria pesada que se benefició con la producción de armamentos, lo cual trajo aparejado el nacimiento de una nueva clase dirigente compuesta por el selecto grupo de empresarios y banqueros que encontraban en el fascismo su mejor aliado—, Marek tuvo plena conciencia de la mirada totalitarista que abrazaban los corazones alemanes. Lo estaba oliendo.

Los movimientos conspiradores anárquicos comenzaron a propagarse como hongos por toda Alemania, y la creciente preocupación de la clase media y alta por el fenómeno revolucionario comunista dejó el terreno fecundo para un nacionalista llamado Adolf Hitler. Con el objeto de aglutinar a las corrientes de ultraderecha y a la burguesía germana —que le temía al comunismo más que a ninguna otra cuestión—, el joven de mirada tirria y bigote rasurado al estilo militar, que cabalgaba en la política hacía poco tiempo, argumentaba que Alemania había perdido la guerra especialmente por culpa de los dirigentes judíos y marxistas de la República de Weimar, que estaban dotados de un poder inmenso y hostil para su patria. Marek reaccionaba con impotente furia al darse cuenta de que el nacionalsocialismo comenzaba a ser visto como la única garantía contra la distribución de bienes que predicaba el fenómeno comunista, y que eran precisamente los grandes industriales quienes financiaban la campaña electoral de Hitler, poniendo a su disposición los medios de prensa que ellos mismos ostentaban. A esa altura, el muchacho

provinciano que se presentaba como hombre de paz y nacionalista ya expandía promesas redentoras para salvar a Alemania de la influencia nociva que, según su imperio, la comunidad judía desarrollaba en el mundo, proponiendo un ataque de raíz que justificaba hacer un pacto con el diablo para silenciarlos.

El programa partidario de Hitler estableció —entre otras cosas— la abolición del Tratado de Versalles que había coronado de paz la guerra entre Alemania y los países Aliados en 1919, y decretó el racismo antisemita, armando en las sombras políticas genocidas que no tardaron en ponerse en práctica.

El 30 de enero de 1933, Hitler se convertía en el canciller más joven de su patria, oportunidad en la cual formuló ante el Parlamento una amenaza pública de exterminio a la raza judía europea. El reto genocida comenzó a hacerse realidad al poco tiempo. Así, con el supuesto fin de proteger el honor y la sangre de sus compatriotas, el Ministerio del Interior nazi redactó las Leyes de Nuremberg, cuyo carácter racial antisemita impedía que la comunidad judía —tildada de lacra social que debía extirparse como un tumor maligno— se relacionara con el pueblo alemán. Se prohibió a los judíos el ejercicio de cualquier oficio, profesión o comercio en el territorio germano, desvalorizando sus propiedades para promover el empobrecimiento económico progresivo y la expropiación de riquezas y bienes ganados con legítimo esfuerzo. La Ley de Ciudadanía del Reich ordenó categorizar de ciudadanos a los alemanes y de nacionales a los demás.

De esta manera, el político novel e intratable develaba sus intenciones de una guerra apocalíptica para salvaguardar a Alemania de la pretendida conspiración que dirigía la comunidad judía contra su pueblo. Y, con enervados gritos en las radios alemanas, enfrascado en discursos cegados de odio contra las minorías, Hitler transformaba su país en una potencia mundial.

Gracias a las estrictas directivas impartidas por Otto Dietrich, jefe de prensa del Reich, los editores de los diarios alemanes controlados por el gobierno plasmaban mensajes antisemitas. La erudición de los jefes propagandistas logró contaminar la razón de miles de alemanes que comenzaron a delatar ante las autoridades a los judíos que habían podido fugarse. En algunos casos, el encono heredado se había enraizado de tal modo en sus pensamientos que los jóvenes nazis pasaban de la agresión verbal a la acción desatada con sus propias manos, y destruían viviendas, negocios y templos de sus adversarios, así como los pogromos habían destruido el local de los afamados sastres de Pultusk en el país vecino.

Más tarde, la conferencia entre Inglaterra, Italia, Francia y Alemania, llevada a cabo el 29 de septiembre de 1938 en Munich, dio forma al vergonzoso pacto que entregó Checoslovaquia a las fauces del líder nazi. Entonces, Marek comprendió definitivamente que la persecución contra los judíos en Polonia era solo una cuestión de tiempo, y que el racismo que impulsaba la estrategia criminal de Hitler aventuraría una masacre en toda Europa.

Con la total certeza de que su hija jamás comprendería los motivos que lo habían llevado a tomar semejante decisión, suspiró impaciente y finalmente dijo:

—Primero, no me faltes el respeto. Y por último, mi intención no es conversar con ustedes respecto de mis decisiones,

sino simplemente comunicárselas. Por eso les informo que en menos de treinta días estaremos dejando esta ciudad para siempre. Organicen todo lo que haga falta para salir de este pueblo, con la conciencia de saber que no van a regresar —dicho lo cual, giró sobre sí mismo y volvió a sumirse en la negrura de la habitación.

 

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