#LaPalabraPrecisa

#282

04/10/2019

 

La traducción

Raúl Alonso

 

¿Por qué ese llamado, por la mañana, un día tan anodino como un miércoles, me había hecho levantar de la silla y salir a la calle con desesperación? Siempre permanezco clavado en mi escritorio mientras traduzco. No puedo dejar de hacerlo, no puedo abandonar un capítulo o una frase o un poema sin traducir. Completarlo, matarlo y rematarlo, antes de volver a las rutinas más ingenuas como orinar, comer o atender el teléfono. Esa mañana lo atendí, casi como una parte integral de la traducción, como que, haciéndolo, completaba la oración, cerraba el círculo.

-¿Cuándo vas a venir?

La voz de mi madre no mostraba cambio alguno. Ni estridencias, pero sonaba con la misma firmeza de toda su vida. Podría reconocer esa voz en una selva o en el medio del Distrito Federal, a la hora del regreso. Esa voz formaba parte de mí, como una orquesta, como el ruido del ascensor, como mi propia voz cuando digo dios mío. Esa mañana estaba encerrado en mi propio laberinto, presionado por una entrega largamente postergada y por una frase que jugaba conmigo, que me desafiaba y que no permitía visualizarme libre esa tarde, dispuesto a correr por el boulevard o concretar al fin con Diana la cena que me había prometido en navidades. Cuándo vas a venir. Bajé sin abrigo y caminé apurado. Subí a un colectivo sin mirar. Y esa frase que resonaba agitada, sin oxígeno, transmitiendo esa agitación al resto de mi cuerpo hasta producirme sudor y frío. La última vez que había visitado a mi madre había sido un año y medio antes de ese llamado. Su memoria ya comenzaba a verse frágil y también esa tarde, luego de la discusión, me preguntó. Cuándo vas a venir Esa pregunta otorgaba una libertad falsa. Era sólo en apariencia que respetaba mi voluntad, una voluntad que siempre estuvo en controversia, que nunca se estableció como un acuerdo en nuestra relación. Ah, las palabras. Cuatro palabras: cuándo vas a venir. Cuatro palabras sumadas al laberinto de palabras. Las palabras no tienen valor, son inocuas. Dependen de quién las dice. Dependen de cómo se dicen. Depende de nuestro estado de ánimo en el instante en el que las escuchamos. Un largo camino que transitan hasta llegar a nuestros oídos. De allí las bifurcaciones y, por fin, el destino.

 

Nuestra mente, nuestro pecho o, tal vez, las cervicales. Las calles se sucedían y calculé que estaba ya a pocas cuadras. Recordé el punto exacto en dónde había abandonado la traducción. El poema Distancia de John Berger, último en un conjunto que superaba los ciento veinte poemas, era entregarlo, discutir un poco y cobrar lo pactado. Pero esas dudas que me atrapaban y que hacían de mí un ser casi inútil, improductivo, despreciable. ..If needed to throw into the jaws. “Por si tuviéramos que lanzarlas a las fauces”, listo, a comer y a otra cosa. “Por si necesitáramos arrojarlas a las mandíbulas” “Por si precisáramos dispararlas contra la quijada”. Nada de comer. Me levanté del asiento y fui hasta la puerta trasera del colectivo. Pensé en preguntarle a mi madre. Llegué, madre. Aquí estoy. Darle el mismo beso de siempre. No recordaba el tiempo transcurrido, no contaba para ella el año y medio, lo había borrado de su mente. ¿Fauces, mandíbulas o quijada? ¿Cuál te parece mejor, mami? Y esperar, respirando bien hondo, que comiencen las preguntas. Las mismas preguntas, reiteradas con intervalos de no más de tres minutos. ¿Los chicos, cómo andan? ¿Trabajás hoy? ¿Te duele la cabeza? Cada pregunta era respondida por mí de manera diferente ante cada reiteración. Elegía dos respuestas para cada una y jugaba a calcular cuál había sido la respuesta ganadora al final del encuentro. Por supuesto que la partida siempre era por una diferencia de uno y empujaba a la repetición de alguna de las preguntas, en caso de empate. Pero no podía irme de allí sin tener una respuesta vencedora.

-¿Lo viste a papá?- me dijo sin levantar su vista del mate. –Estuvo preguntando por vos.

Me levanté de la silla, me acerqué a ella y le tomé el rostro con ternura.

-Papá murió hace quince años, mami.

-Para vos es como si hubiese muerto. Si no venís nunca. A veces parece que te olvidás de que tenés padres.

Me senté. Pensé una y otra vez sobre sus dichos. ¿Había muerto papá? ¿Era ella la que decía pavadas? Hacía calor ahí y, casi sin darme cuenta, comencé a llorar. Vos no tenés idea, mami. Cada palabra traducida por mí se asemejaba a una pequeña pieza de un rompecabezas circular, infinito, que no tenía figura alguna, que sólo ofrecía la fascinación del encastre, de un coito plastificado, sin amor ni destino. Y ella venía ahora a desarmarlo por completo, a poner en duda cada encastre, a plantarse en el medio de la nada con una bandera roja, como esas de las playas, cuando está prohibido ingresar al mar. ¿Fauces, mandíbulas o quijada? ¿Cuándo vas a venir? Con mi madre jugábamos a la paleta vasca. El frontón eran las respuestas. Le pegábamos fuerte con la mano abierta al preguntar y esperábamos la respuesta para abrir la mano nuevamente y volver a pegarle con fuerza y esperar, y así, una y otra vez. No eran diálogos asertivos, no fundábamos argumento alguno. Eran acciones y reacciones continuas. Y nos habíamos acostumbrado tanto a eso que su pregunta ¿Lo viste a papá? nos inhabilitó a los dos, nos dejó sin mano abierta, el frontón devolvió silencio. Le pedí que nos recostáramos en su cama y viéramos alguna película que dieran. Apoyé mi cabeza muy cerca de la suya y le tomé la mano. Nos quedamos así, en silencio, mirando la pantalla, sin tener muy en claro qué es lo que estábamos viendo. Su respiración sonaba firme y yo no podía evitar el silbido que generaba la mía. ¿Los chicos, cómo andan? ¿Trabajás hoy? Dale, mami, preguntame. No nos dejes en silencio. No habló. Me preguntaba a mí mismo si esto era lo que ella habría soñado para mí. Esto que soy hoy, digo. ¿Y la militancia? ¿Y la música? ¿Y el matrimonio? ¿Y el divorcio? ¿Y la universidad? ¿Y los hijos? No, ya no es tiempo de esas preguntas, no te desafío, mami. ¿Los chicos, cómo andan? ¿Trabajás hoy? Seguí con mi mano sobre la de ella y conté sus venas y las mías. Eran como autopistas, intrincadas autopistas que se mezclaban unas con otras. Las manos no hablan, ni preguntan. Ni traducen. ¿Fauces, mandíbulas o quijada? No quise seguir mirando. Cerré los ojos y esperé la pregunta siguiente y la otra y la otra.

 

 

Raúl Alonso nació en Mar del Plata, (Argentina) en 1963.  Es escritor, músico y cantante.  Cursó estudios de Economía y de Filosofía y Letras.  En 2005 se radicó en Madrid donde colaboró en revistas y dio forma a su poemario Estación Uno.  A su regreso a Argentina cofundó la revista digital de cultura CIRQUE.  Ha participado en los talleres dictados por Javier Chiabrando.  En 2017 publicó su primer libro de poesías, URBANO y en 2018 edita  LO AMARGO POR MIEL, ambos en Gogol Ediciones.  A partir de marzo de 2019 está radicado en España donde está dando forma final a su primera novela.

 

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