#LaPalabraPrecisa

#260

03/05/2019

 

Rodolfo III

Luciano Olivera

 

 

Este cuento fue escrito en junio de 2014

Rodolfo III falleció en Mar del Plata, en Marzo de 2019

 

Cuándo se publicó la primera edición de Aspirinas y Caramelos, recibí muchos comentarios. Lectores que no conozco me decían “siento que sé todo de vos” y en cambio, amigos de toda la vida se sorprendían: “mirá, yo no sabía esto”. La laguna más grande, el hoyo de oscuridad en el que casi todos cayeron fue uno del que ni me di cuenta mientras lo escribía: las referencias al tercer Rodolfo. Mi medio hermano.

 

Yo escribo y suelo dejar que las letras se dibujen sobre la pantalla sin demasiado control, reviso poco, no vuelvo para atrás. Rara vez pienso sobre qué voy a escribir y suelo sorprenderme porque el resultado se parece muy poco a lo que creí que iba a ser mientras me largaba a llenar la página. Así, Rodolfo III salió con naturalidad, tal como vive en mi cabeza. Una imagen fuerte allá en la infancia que se va diluyendo hasta casi desaparecer justo en el nudo del libro: la muerte de mi viejo.

 

No te voy a escribir una carta, Rodolfo III, porque a esta altura me parece que sería un poco extraño y menos así, acá. Sos eso, un extraño que cada tanto aparece de un modo tan fantasmagórico como aquel hombre sin mirada del subte C. Elijo la segunda persona del singular porque es un modo de hablarte en público, como si de algún modo estuvieses por ahí, supongamos que en la presentación del libro, perdido entre las amistades de toda la vida y la poquita familia que me queda. Es posible que esté intentando remendar aquel pozo de la primera tirada, como si los dos estuviésemos parados frente a quienes la leyeron y me propusiera llenarlo con lo que tengo, que no sé si es mucho.

 

Mi primer recuerdo de vos en el departamento de Vicente López. Como tengo parcelada mi vida en mudanzas, esta imagen no puede ser mucho más allá de 1972. Entonces tengo tres años y estoy parado en el pasillo que lleva a los cuartos. La puerta de uno de ellos está abierta y vos, sentado a una mesa, jugás a las cartas con tu novia Laura, una rubia preciosa de pelo largo y pinta de maestra jardinera, ¿lo era? Se ríen. No logro ver si me ven. Me parece que no, entonces mis ojos son de fisgón.

 

Aparecés de nuevo por esos días, detrás de una caja de la Casa Central del Banco Nación, la de Plaza de Mayo. Te veo en camisa celeste y corbata azul. Usás unos bigotes tupidos que ya no te sacarás nunca más en mis recuerdos. Ese día habíamos pasado a buscar a Papá por la agencia y fuimos todos a verte ahí, a tu trabajo. Te siento incómodo detrás del vidrio grueso, parecés un poco avergonzado. Miro para arriba, me impresiona la altura del techo del edificio. Corro  entre los pasillos de mármol.

 

Hay una mañana rara en el living de Vicente López. Una valija de cuero marrón oscuro en el medio del living, una despedida seca, una puerta que se cierra y un enojo de Papá que me esfuerzo por recordar pero no puedo. Sólo me queda la atmósfera, primero de bronca, después de tristeza. Pienso un poco más y hay una frase: “si te vas, no vuelvas”.

 

Te desvanecés por un buen tiempo. Nos mudamos a Lomas de Zamora y no te veo. Son cuatro años de silencio. Apenas sé que te fuiste a vivir a Mar del Plata. No se habla bien de vos en casa, hay bronca y hay lástima. Me llega el eco de tus dos hijas. Aparecen como chiste, son nuestras sobrinas pero tienen nuestra edad.

 

Es verano. Tomamos el Roca en la estación de Temperley. Primera, para Pullman no alcanzó. Nos vamos de vacaciones a tu ciudad. Quince días en los que me va a gustar más correr por las calles tranquilas que meterme en ese pedazo de mar que me amenaza. Jugando a la mancha me voy a quebrar el brazo izquierdo. Faltan pocas horas para el regreso. Mamá dirá que los médicos de temporada no son confiables y volveré quebrado y llorando de dolor durante las seis horas que le pone la Costera Criolla por la ruta 2 de una mano. Nos bajaremos para ir directo al traumatólogo que me estará esperando y en un segundo acomodará la fractura. Vi las estrellas, Rodolfo III, la puta madre. No sé cómo soporté ese chicotazo horrible y ese ruido, como si una madera crujiese dentro mío. Quería yeso al menos, hubiese sido divertido que mis amigos escribieran cosas en él pero no, me entablillaron. De todo eso me acuerdo perfecto. De vos no porque estuvimos en tu ciudad y no te vimos. No sé ni me importa por culpa de quién. Ya pasó tanto tiempo.

 

No sé dónde ubicar el viaje de mi hermana Mariana a tu casa, pero sé que pasó. Que volvió encantada, feliz, llena de aventuras. Que la llevaste a la playa con tus hijas y que cuando pasaba el panchero vos gritabas “hay lípidos, triglicéridos, grasas varias” para que no te pidieran. No serían tan chicas entonces porque esas cosas las entienden los adolescentes. ¿Quizás Mariana tenía doce años? Entonces yo tenía ocho. No le voy a preguntar. Estas páginas son mis evocaciones, la exactitud me importa poco y nada. Es más, me divierte equivocarme. Como ahora, que descubro que hubo un viaje antes, uno al que yo sí fui. Mirá vos, lo tenía olvidado en serio ¿eh?. Fuimos en tren, ahora sí en Pullman -parece que me importan las categorías-. Asientos mullidos, olor a limpio, una calefacción preciosa. Era invierno y hacía un frío glacial en Mar del Plata. Vivías en un departamento nuevo. La menor de tus hijas gateaba y movía al viento unos rulos rubios que no sonaban a los Olivera. La mayor era como yo, morocha. Las dos bonitas, muy. El parqué marrón claro, las estufas prendidas, algunos peluches. Había calor de hogar en esa casa. Una mañana llevamos a la mayor al colegio. Siento la escarcha de las calles y escucho una radio que dice que hacen dos grados bajo cero. Me gusta, voy a amar el frío para siempre, será mi compañero.

 

Esto está lleno de baches, Rodolfo III. Se me desordena, pero no te veo ni te escucho hasta que muere el tío Jorge y deja esa herencia extraña que Cocó cree millonaria pero que no aparece. Ahí, por un rato, te vestís de héroe. Viajas a Amsterdam tras la pista de una cuenta secreta, una caja de seguridad en la que supuestamente el gordo dejó algo de mucho valor. Hacés “la ruta del dinero J”. Mandás telegramas con noticias escuetas que son leídas en voz alta por papá en el living de casa, mientras todos escuchamos. A tu regreso te vamos a esperar a Ezeiza. Yo no había ido nunca, me impresionan los asientos de cuero marrón de la confitería y los aviones enormes. Te recibimos, le mostrás a Cocó el ticket que dice 7C y ella llora porque Jorge Ciancia se murió un siete y porque la muerte la puso mística. Nos regalás la vajilla que te dieron en el vuelo, tiene el logo de Aerolíneas Argentinas en relieve. Me vuelvo loco, me encantan. No te costó un peso, no me compraste un carajo en Holanda pero improvisaste muy bien, hay que reconocerlo.

 

Por esos meses viniste seguido a casa. Hasta bromeabas con Estela y le decías mamá y todo reíamos a carcajadas. Una noche hubo bombones. Comiste uno sólo y dijiste “absorbo todo, engordo de nada” y ahora descubro que entonces eso lo heredé del viejo.

 

Una noche llegaste con un yeso en la pierna derecha. Contaste que te habías roto la rodilla en un partido de fútbol. Metiste el pie en un pozo y cuando giraste, te quedó trabada. Arreglarla precisó una operación. Por ahí se coló el dato de que tu equipo usaba la camiseta de Holanda, el mismo país adonde habías viajado disfrazado de detective fiscal. Escuché maravillado. Fuiste mi héroe. Jugador, lesionado en combate, te bancaste el quirófano, usabas la de la naranja mecánica. Puta madre, ¿podés creer que no me acuerdo si sos hincha del rojo? Insólito. O no, porque me parece que nunca hablamos del tema.

 

El ajedrez. Por ese lado hubo un vínculo, pequeño pero hubo. Los dos lo heredamos del viejo pero vos fuiste bueno en serio. En casa se exageraba todo así que no sé si es verdad que llegaste a Maestro. Contaban que competías y que una vez le hiciste tablas a Miguel Quinteros. Yo también jugué contra él de pibe, en unas simultáneas en plena peatonal Florida. Me ganó en doce jugadas, tan rápido que nunca entendí ni cómo. Le tomé bronca, me pareció que se había abusado. Papá me dijo que estuvo bien, que el ajedrez era así, que nunca había que tener piedad con el adversario. Y me contó que vos, que habías aprendido de él, un día empezaste a ganarle y ya nunca más pudo alcanzarte. “Con vos me va a pasar lo mismo, vas a ver”, me prometió. No pude cumplirle la fantasía porque el muy jodido se murió antes de que me convirtiese en un jugador razonable.

 

 Se hablaba de que de pibe viajaste no sé adónde a un torneo, que avanzaste más de lo esperado, que te fuiste quedando sin plata y que papá viajó a auxiliarte. Que la primera noche te llevó con otro a una pizzería, que tenían tanta hambre que cada uno comió dos grandes, mientras decían “con fe, con fe…” para darse ánimos. Esta es una de esas anédotas que en las familias se cuentan una y mil veces. No estaban bien las cosas con vos, Rodolfo III, pero tenías tu lugar en la memorabilia de sobremesa.

 

Cuando el viejo tuvo su primer infarto, apareciste pero de un modo extraño, como casi siempre. Mandaste un regalo. Un tablero con sus piezas que tenía un teclado con letras y números a la derecha y un visor como de máquina de calcular. Era una computadora para jugar, la primera que vi en mi vida. Creo que se llamaba “Chess Challenger”. Movías, cargabas la jugada y la máquina te contestaba. Al principio respondía enseguida, pero cuando el partido se ponía bravo, tardaba horas. La señal de que estaba pensando eran dos ceros girando en la pantalla y el calor que tiraba por abajo. Papá la inauguró en el sanatorio y después me la dio. La usé muchísimo. Una noche de insomnio llegué a ganarle al nivel cinco. Cuando luego de meditarlo largo rato leí en sus letras rojas que se rendía, la guardé prendida hasta que el viejo volviera del diario y le mostré mi logro. Me felicitó y me dio una palmada. Fue un lindo instante de alegría. No hace mucho encontré una “Chess Challenger” en un mercado de pulgas. Estuve a punto de comprarla, con la secreta esperanza de que fuera la tuya y algo me frenó. Quizás un día de estos vuelvo a ver si todavía está.

 

 Supongo que mucho antes de esto te recibiste de abogado y recuerdo que se celebró pero no con abrazos, harina y cena de festejo sino a la distancia, como quien cuenta algo lindo de alguien lejano. Los viejos comentaban que antes de pasar a la mesa examinadora estabas “en capilla” y yo pregunté qué era eso entonces me explicaron que era una sala previa, donde los chicos, en silencio, repasaban mientras esperaban el exámen. Me guardé la imagen y la recuperé antes de dar mi primer final en la Facultad de Ciencias Sociales, muchos años después pero no, no había nada de eso. Solo un pasillo húmedo y triste en el que todos esperábamos de pie, sin demasiado miedo porque la materia nos había parecido una pavada.

 

 Vuelvo a tu viaje a Holanda, a tu misión encubierta. Hubo algo maldito allí. Fuiste a buscar pistas de una guita, parece que no encontraste nada y que el resultado fue una ola de desconfianzas. La tía Cora insinuó algo que a Papá no le gustó. Te defendió con fiereza. Se pelearon tanto que el viejo se murió sin volver a verla.

 

 En esa misma casa. Es una tardecita de domingo, tengo la mirada perdida en el sol que se va por el ventanal que da a la calle Brandsen. Papá escribe en la Olivetti portátil -Olivera, Olivetti, mil veces me hicieron ese chiste en el colegio- apoyada sobre la mesa del comedor. De repente algo cambia.  Escucho que solloza. Tengo once años y lo estoy oyendo llorar por primera y única vez. Miro con vergüenza. Se tapa la cara con las manos y veo como se deja caer sobre el teclado. Al rato saca la hoja del rodillo de la máquina, la firma con su letra preciosa y se va, quizás al baño. Me acerco y leo. Es para vos. Alcanzo a leer un par de frases, una me queda grabada: “entonces no nos veremos nunca más”.

 

 Y cumplió su palabra porque se enfermó, lo internaron, se murió y yo a vos no te vi, Rodolfo III. Pero no te culpo porque tengo más que tu edad cuando pasó aquello y aprendí que la vida es imposible de medir con la misma vara. Que cada uno tiene la suya. Yo que sé, por ahí estabas tan ofendido que ni quisiste acompañarlo. O no te animaste. Alguna vez, más adelante, alguien me dijo que no te habías enterado a tiempo y puede ser. En los ochenta la muerte no era viral. La del viejo un poco más, salió en algunos diarios -en esos típicos obituarios que se dedican entre colegas-. Quizás te enteraste así, cuando ya estaba mitad esparcido, mitad en el nicho.

 

 En el desmorone posterior, ahora que lo pienso, me hubiese gustado que estés. Hacía falta la figura de un hombre y vos ya lo eras. Se fue todo al demonio, Rodolfo III. Fue una especie de tragedia disfrazada de dolor por una pérdida que parecía relativamente normal pero para la que nadie estaba del todo preparado. En fin, ya pasó. Pero entonces ahí sí, desaparecés. Lo poco que me entero de vos es mucho tiempo después y por la tele. Una noche mamá me llama para que ponga Telenoche. Lo hago y me quedo duro frente al aparato. Hablan de vos. Sos el director de un colegio en Mar del Plata y se te ocurrió hacer una transmisión de radio con una escuela de Malvinas. Te veo en la nota. Estás parecido a Freddy Mercury (todos nosotros tenemos un aire a él, la nariz grande, los dientes torcidos, la cara finita) pero lo que más me impresiona es tu voz. La escucho nasal y aguda cuando la esperaba grave. La mía es igual.

 

 Unos años después el que viajó a Malvinas fui yo y pasé por la puerta de ese colegio con el que te habías conectado. Casi entro a preguntar si recordaban el hecho y, en la puerta, me pregunté para qué. Muy probablemente me contestarían que sí, que lo recordaban, no era algo que pasara todo el tiempo. ¿Y? ¿Qué iba a decir? “Ah, mire usted, ese es mi medio hermano…” Le eché un vistazo más al frente, escuché una campanada, vi a unos kelpers rubiones salir al recreo y seguí de largo.

 

 Tengo venti y algo de años, trabajo en el microcentro, uso riguroso traje, me perfumo bien, miro con seguridad. No soy lindo, nunca lo seré, pero puede que haya algo interesante en mi postura de pendejo que suena maduro. Entro a un local de la Galería Pacífico a comprar una camisa blanca. Me atiende un rubia preciosa. Me ofrece una, le digo que no sé si no será grande, me mira, contesta con un chiste, nos reímos los dos, hay una leve corriente de histeria. Entro al probador, salgo y le digo que está perfecta, se alegra, le doy una tarjeta de crédito, va a la caja a pasarla. Levanta la mirada, posa sus ojos claros en mi cara y dice: “¿vos sos Luciano Olivera?”. Le digo que sí, que eso dice la tarjeta y contesta: “entonces vos sos mi tío”. La invito a un café que tomamos en un primer piso de una bar cercano. Me cuenta cosas que no recuerdo, le cuento algo que ya no sé. Y me quedo con esa puta sensación de que, en mis recuerdos, ya no conozco bien a nadie.

 

 La primera edición de Aspirinas y Caramelos la presenté en Mar del Plata, tu ciudad. Salí tres veces en el diario, una de ellas con una foto a media página que me impresionó por lo grande. Me dieron mucha, mucha bola. En el salón, esa tarde, te busqué con la mirada. Algo me decía que te ibas a aparecer. Pero en el fondo sabía que no y creo que te lo agradecí. Me llevo horrible con las sorpresas.

 

 Nunca te busqué en Facebook. Hasta que no escribí esa oración, ni siquiera lo había pensado. No hace mucho alguien compartió un posteo que subí y lo comentó tu actual mujer. Eso sí lo leí y me dejó raro durante todo el día. Estamos a dos pasos, Rodolfo III. A dos pasos. Y me parece que no, que no tenemos casi nada en común. Un poco de la sangre, la mirada, el ajedrez, el padre muerto, no sé si el Rojo.

 

La presentación está terminando. Veo caras de familiares, de amigos, de gente que no sé ni quién es pero tuvo la deferencia de venir. Y te hablo a vos, parado ahí en el medio de ellos y te digo que estás perdonado. No sé bien por qué, pero ya está. Ya entraste en estas páginas, llenaste el agujero negro. Me alcanza. Que seas feliz.

 

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Luciano Olivera (Buenos Aires, 1968). Es productor, guionista y director de televisión. Creó y desarrolló formatos que le valieron numerosos premios. Dirigió Canal 7 y UBA TV, ejerce el periodismo, es docente y actualmente está al frente de su propia empresa de contenidos. Es autor de Aspirinas y caramelos y columnista en diversos medios digitales..

 

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