#LaPalabraPrecisa

#26

Cuento

12/12/2014

Camilo Sánchez

La Espera

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Nació en Mar del Plata, 1958. Trabaja como periodista desde hace 35 años. Fue del staff inicial de Página 12 y editor y crítico teatral en Clarín, entre otras cosas. Escribió, junto a Néstor Restivo, una biografía de Haroldo Conti publicada en 1986 por Nueva Imagen, que tuvo dos ediciones en 1998 y 2002. Realizó varias instalaciones artísticas sobre el Delta junto a Silvana Perl. Su novela La viuda de los Van Gogh fue editada por Edhasa en noviembre de 2012, y apareció en Alemania en el mes de setiembre.

Si se lo mira bien, así, con esta luz que avanza a través de los plátanos del patio, cuando el día recién arranca, Comitas, difuminado por la obsesión, parece haber perdido el antiguo lustre de su pelambre. Más que un perro, se ha convertido, en estos días, en otra cosa: en un perro que sólo extraña a mi padre.

 

Desde su muerte, Comitas se acurruca, cada mañana, a los pies de su cama, a los pies de su ausencia.

 

A la hora exacta en que mi padre volvía a la casa, Comitas huele inquieto el aire y se sienta, en la vereda, con la convicción puesta en la esquina en que mi padre, hasta la semana pasada, doblaba pedaleando su bicicleta azul marino. Comitas no quiere darle crédito, cada tarde, a la certeza triste que atraviesa la casa.

 

Firme en la espera.

 

Se empecina en recuperar el silbido de mi padre, su giro previsto, su aparición al final de la jornada, el grito que ensayaba repetido, día por día, “¡Vamos Comitas todavía!”, que no significaba gran cosa, que aludía sencillamente a la festividad del encuentro.

 

La certeza de volver a verse.

 

Eso es lo que el perro sigue aguardando, con igual fervor, cada tarde.

 

Quince años atrás, mi padre lo rescató de una pelea que era derrota segura en la calle Magallanes, al costado de las vías, cerca del paredón mayor de La Campagnola.

 

Era invierno. Me acuerdo que era invierno porque Comitas, que aún no tenía nombre, se abandonó muy cerca de la salamandra y, por el calor intenso de la estufa, en su pelo renegrido se hicieron costra enseguida las heridas de la batalla reciente.

 

A los tres días mi padre comenzó a llamarlo Comitas, y supe que ese perro se quedaba con nosotros.

 

Comitas era la manera en que mi padre encontró de devolverle gentilezas a un wing izquierdo, Jorge Comas, que había debutado, en el torneo de verano de ese mismo año, con un gol contra River. “A ese muchacho le cae muy bien la camiseta de Boca”, había dicho mi padre, canchero, bajando por las gradas del Estadio Minella, contento de encontrar otro jugador donde poner fichas, afectos, expectativas.

 

-¿Comitas por el jugador de Boca? -bromeó mi madre, la noche del bautismo, mientras cocinaba sin ansiedades un pollo al romero que llevaba a fuego lento, que pintaba sabroso y no me dejaba concentrar.

 

-¿Comitas por el jugador de Boca? Creí que el nombre era porque no deja nada en el plato -dijo.

 

La frase era una contraseña de que ella también comenzaba a aceptarlo en la casa.

 

Me intriga lo que Comitas hará, ahora, en un rato, mientras escribo, aquí, junto a la memoria de mi padre.

 

Esta tarde, el viento norte viene cargado de mar y de resaca: las fábricas de harina de pescado están soltando un humo blanquecino que se impone, prepotente, sobre los otros sabores de la ciudad. Ese olor que hace que los turistas arrugen la nariz y miren para otro lado.

 

Me intriga porque, en la visita de ayer a la mañana al cementerio Parque, Comitas se empecinó en acompañarme. No puse reparos y el perro se subió al auto y desde allí me vio recortar unas dalias del macetón de la tía Julia y marchamos, juntos, hacía las espaldas de la ciudad.

 

 En Mar del Plata también, como sucede en La Recoleta o en Montmartre, el lugar de los muertos está rodeado por hoteles al paso para parejas. Albergues bautizados, torpemente, “Solos” o “Tu y yo”, y nunca “El Brío” o “La Fugacidad”.

 Avanzamos con Comitas a contracorriente de los autos que marchaban por Mario Bravo, en fila, con las heladeras playeras al mango y las bolsas de rolito en los baúles, buscando las arenas del sur.

 

 Se fue sintiendo, en el trayecto, levemente inquieto Comitas, y cuando por fin estacioné en ese espacio desolado, una duna de huesos de otros tiempos, el perro parecía a punto de entrar en una pelea.

 

 Cuando abrí la puerta del auto para bajarme, saltó sin control de su asiento y descendió detrás mío y lo ví correr, como una exhalación, entre las tumbas.

 

El cuzquito recogido de la calle por mi padre, quince años atrás, corrió haciendo honor a su nombre, eludiendo tumbas, y avanzó decidido.

 

Sentí pudor al ver cómo pasaba, en su atropello, por encima de lápidas ajenas y hasta alcancé a sonreír cuando lo ví a saltar sobre una, muy coqueta, pintada de amarillo y rojo, con el entrañable escudo del Talleres Fútbol Club, un equipo que hace décadas jugaba clásicos inolvidables con Aldosivi pero ahora quedó a la sombra de su hermano barrial.

 

 Lo ví a Comitas gambeateando tumbas. En una lápida azul alcancé a leer, no se bien cómo, mientras el perro corría y corría, una frase que decía algo así: “Que Dios te tenga en la palma de la mano hasta que nos reencontremos de nuevo”.

 

Si hasta llegué a pensar, acaso para escapar de la emoción que me producía su corrida absolutamente precisa, en cómo la gente en sus impulsos pasó vitalmente por encima la intención cipaya de algún intendente de la dictadura. Ese que tuvo la idea de armar un camposanto sobrio, de césped recién cortado y lápidas idénticas, de los que aparecen tanto en las películas norteamericanas.

 

Tendría que ver ahora cómo la gente ha transformado el espacio: para nada inmaculado, todas las tumbas con leyendas, con macetitas impersonales, con flores de plástico, con frases de ocasión, mucho te extraño y mucho no te olvidaremos.

 

Comitas corrió como si supiera. No sé cómo.

 

Comitas corrió sabiendo, entre las tumbas, desesperado, y apuntó con su instinto definitivo hacia la tumba que recordaba el nombre de mi padre, la fecha de su nacimiento, la de su partida reciente. Nunca sabré cómo llegó a destino.

 

Sólo cuando empezó a ladrar y pretendió cavar la tierra tuve que sacarlo de la escena, como a un niño, y lo abracé contra mi pecho. Tal vez me vio llorar. No sé.

 

Está llegando, mientras escribo, la hora señalada en que el perro salía, hasta ayer, a la vereda, como todas las tardes, a esperar el arribo de ese hombre sobre la bicicleta azul.

 

Espero. Por la calle Cerrito retornan, hacia los departamentos mínimos del centro, una chorrrera de autos: todos con pieles rojas de las playas de Punta Mogotes. ¿Volverá a esperarlo Comitas a mi viejo?

 

Mientras corto un pedazo de pan y de queso, Comitas hace el gesto inequívoco de torear frente a la puerta. No sé qué pensar. ¿Ejerce una vigilancia cuya derrota desconoce o, acaso, percibe destellos que nosotros, bichos de la palabra precisa, hemos perdido en estos tiempos?

 

Lo estoy viendo, ahora, desde la ventana, hociquear contra el viento, la vista fija en la esquina, la expectativa pronta, los nervios a punto, en ebullición, por una aparición que anhela.

 

Es lo que hay que hacer, me digo.

 

Y salgo yo también con el café a la calle, y junto con el perro miramos un rato largo en dirección a la esquina.

 

Recién cuando las luces del barrio se encienden, en silencio, entramos con Comitas a la casa.

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