#LaPalabraPrecisa

#230

05/10/2018

 

La pared (como un beso en la oreja)

Emilia Vidal

 

 

Estaba cruzada de rajaduras, los huecos servían de nido para toda clase de bichos. Su estado era tan malo que en algunas partes se veían los ladrillos desnudos, porosos, los sustratos perfectos para que los chicos garabatearan cosas con palitos secos. Era cuestión de juntar la guita, romper y hacer el revoque, porque eso hacía fuerza por entrar en la casa. Uno no sabe las cosas que despierta cuando se rompe una pared.

 

Las obras arrancaron un miércoles de mediados de mes. Hubo que ajustarse un poco, las zapatillas de Nina tuvieron que esperar, la ortodoncia de Pancho se empezó en cuotas y pateamos el festejo de Roco para juntarlo con el mío. Los primeros cascotes al suelo me retumbaron en el pecho y cada mazazo de los albañiles hacía pestañear a los chicos de prepo. Con el pasar de las horas, el sobresalto cedió y nos fuimos acostumbrando al golpeteo, al picotazo, al arrastre de lo roto. Una arenilla gris se extendía constante sobre las baldosas, la mesa, el aparador.

 

En esos días andaba con el trapo como una extensión de mi mano, una pelea constante en la que empatar era lo mejor que me podía pasar. Una tarde Pancho y Roco quisieron hacer angelitos en el piso, los saqué carpiendo a escobazos, les tiré el trapo por la cabeza y les dije que ahí tenían si querían limpiar algo. Después me arrepentí porque la ropa se lava, pensé, y el polvo que sacaba volvía permanentemente. Seguí fregando pero les preparé unos buñuelos en son de paz.

 

El viernes al mediodía nos encontramos con olor a gas. En un tramo de la pared se asomó un caño oxidado, estaba algo hinchado y se desgranaba fácil al roce. Uno de los muchachos de la obra lo apretó con el pulgar y lo agujereó en el acto, el escape fue violento, gritamos, saltamos entre los materiales, busqué a Nina con la mirada.

 

No sé cómo salimos corriendo y cerramos la llave de paso, en un segundo pensé en las chispas posibles, en la distancia del cuarto de los chicos, en el óxido de la llave de corte, ¿había apagado el fuego cuando saqué la pava? En ese segundo también pensé en mi hermana, Tati.

 

Tuvieron suerte, por poco explota todo, dijo el plomero cuando vio los caños que tenía que arreglar. Tuvimos suerte. Sí, ahora. Hoy tuvimos suerte, pensé.

 

Antes de tenerla a Nina y ni siquiera imaginarme las manitos de Pancho o los mocos de Roco, hace un montón me parece, otra vida. Tenía diecisiete y mi hermana catorce. Nos llevábamos bien, nos cuidábamos en la diaria, a nuestra manera sin hacer intervenir demasiado a los viejos. Compartíamos el cuarto de la terraza que no tenía baño ni conexiones de gas o agua. Usábamos una estufa vieja para calentarnos, a garrafa, de esas con la pantalla rectangular de un rojo fosforescente. En nuestra modesta y precoz emancipación habíamos armado un nido en el que podíamos escuchar todo el rock que queríamos e incluso fumar o macerar nuestro propio alcohol. Podría decirse un paraíso teen pero paraíso no es la palabra. Porqué esa noche me quedé abajo cuidando a Oki, el más chico. Por qué no subí con Tati, por qué.

 

Estaba mirando videos de la MTV, los viejos se fueron a una peña y habían dejado a Oki jugando en su cuarto, tenía permiso de luz hasta las once. Con diez años ya, lo mismo era un pendejo miedoso y sabía que si lo dejábamos solo nos iba a estar golpeando la puerta a los dos minutos. Iba a pedir que lo dejemos quedarse con la promesa de no molestar, iba a querer bajar a cada rato porque el baño o los ruidos que le daban miedo, o el frío, o el olor de la estufa. Todo un mañoso el chiquito.

 

Era viernes así que aproveché a comprarme una petaquita de vodka que tenía unas letras rojas. Promediaba el último de los guns y ya la llevaba por la mitad, ahí me entraron ganas de fumar. Me acuerdo que hacía frío y el ruido a cepillo de los árboles no invitaba mucho a salir pero prender un pucho adentro era por completo impensable, si me pescaban en esa perdía el sábado o más. Así que me puse la campera y con la petaca en el bolsillo salí a pitar al patio.

 

La brasa del Lucky se engrosaba porque no lo dejaba respirar, le daba una pitada tras otra. La verdad es que no pensaba en nada, creo que tarareaba la canción que venía escuchando cuando sonó el estruendo como un beso en la oreja. Un ruido enorme, uno que eran muchos, temblor de paredes, vidrios rotos, cosas chocando entre sí, como una ráfaga, un grito. Un grito.

 

En ese instante de lo roto, en todo lo que pude pensar fue en Tati. No antes ni después, ni en todo este tiempo hasta ahora que el plomero me dice que tuvimos suerte, que ya me aseguré que los chicos están intactos, que lo único que pasó fue que la pared estaba cascada y la rompimos para arreglarla, y como mucho tuvimos que limpiar la mugre y salirnos de presupuesto con el plomero. Entonces fue diferente.

 

 

Emilia Vidal. 1979. Licenciada en Ciencias Biológicas, filósofa empírica y escritora amateur en el campo de la ficción. Realizó tres años de posgrado en microbiología aplicada y es autora, y coautora, de un par de artículos científicos y un capítulo de libro. Textos suyos han sido publicados en la revista Crepúsculo y en la Revista Literaria Visor.

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